PASAJE LAUTRÉAMONT
EDUARDO GARCÍA AGUILAR
I
PASAJE LAUTRÉAMONT
Más allá del dicterio y el asesinato bajo los ahorcados colgantes
en pasajes empolvados con fantasmas que gritan desde buhardillas
la noche inquieta con olores a orín y sangre coagulada de perro rabioso
Las llagas han alcanzado a habitar estas calles parisinas cargadas de poetas
y la sífilis el chancro la sarna la gonorrea y el labio leporino aúllan de dolor
no lejos del espectro aquél del poeta ululante sin rima ni automatismos:
desde la historia de permanganato de potasio el murciélago de tiempo
entre polillas ausentes luego de carcomer las vigas caídas del siglo
aúlla y vuela desesperado en callejones con futuro a cuestas
Quiero decir París es el Pasaje Vivienne la placa de Bolívar aquí vivió
el sarcófago de libros tiritantes y húmedos en estanterías mojadas de absenta
sin biografía sin datos sin papeles indocumentado en la noche
Lautréamont
¿quién era sino el invento propio de la poesía su propia emanación inconclusa
forastero cerca de Stendhal, Molière y Balzac y los corredores de bolsa y éter
a unos pasos de Palais Royal invadido por muchachas al mejor postor frente al Vefour
besos caricias de generales y capitanes lúbricos eyaculando bajo las arcadas
y vomitando al fin sobre la piedra vieja de los revolucionarios decapitados en Concorde
ligueros sexo coños vergas de Restif de la Bretonne, Casanova y Sade juntos
sodomizándose bajo la lluvia de enero helada y lúbrica en el crepúsculo anal
¿Dónde quedaron todos los habitantes del placer rascando la sarna
entre fluidos cada vez más infectos?
¿Dónde Lautréamont dónde el dolor Maldoror líquido morado
fluyendo por atarjeas de sueño y poesía?
CÉSAR MORO CARGADO DE CUCHILLOS
No fue cosmopolita de opereta,
sino extranjero profesional cuyas nostalgias
manaron sangre de tierras vividas lejos de la infancia.
Su poesía no tiene tiempo ni patria
ni sirve para adornar banderas, dar brillo a países
o iluminar senderos de guerreros con lumbalgia.
Moro evitó las oratorias porcinas
lejos de poetas en tarimas
que acariciaron rumbos de fusil o de voto.
La poesía para él era rito,
acto mágico, deriva, soledad,
sitio de héroes secretos y tímidos
que no se atragantan con batracios
y vuelan sobre extraños animales.
Sus poemas rompen espejos y viajan
por continentes donde bebió líquidos incandescentes
que lo llevaron a extraviarse en utopías de palabra.
En Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas ve
"pelos de barba de diferentes presidentes de la República de Perú
clavándose como flechas de piedra en la calzada
y produciendo un patriotismo violento en los enfermos de la vejiga".
En Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la tortuga ecuestre
ve "la sombra rápida de un halcón de antaño perdido en los pliegues fríos
bajo un pálido sol de salamandras de alguna tapicería fúnebre".
En La vida escandalosa de César Moro revela el oráculo:
"una navaja sobre el caldero atraviesa un cepillo
de cuerdas de dimensión ultrasensible".
El poema, más que un acto de lucimiento
rodeado de guirnaldas y serpentinas,
debía irrumpir en el mundo desbocando fantasmas
cargados de cuchillos.
En sus poemas reina la libertad absoluta
de quien acurrucado frente a la fogata,
deja que el fuego lo asalte
y lo devore con la complicidad de la luna.
EL OJO DE BAUDELAIRE
En pleno barrio de Pigalle,
a unas cuadras del turístico Moulin Rouge,
cuyas aspas luminosas giran lentamente
en la oscuridad de la noche otoñal anticipada,
cuando los vecinos acuden a las escuelas por sus hijos,
a las panaderías por sus baguettes
o al gimnasio donde se relajan después de la jornada laboral.
En un rincón de la calle Chapsal
los visitantes salen y entran por la calzada empedrada
en casa de la escritora George Sand,
donde vivió sus amores con Chopin,
y los curiosos pueden palpar el piano, tocar los muebles,
correr las cortinas y acariciar jarras, platos
y las paredes empapeladas de la iluminada casona.
La calle Jean Baptiste Pigalle baja desde el Moulin Rouge
como el eje central de este barrio decimonónico,
donde los nuevos colonizaban las calles empinadas
de la montaña de Montmartre, lejos de Saint Germain des Prés.
En pocos años todas las flores del mal de la época,
artistas, modelos, músicos, pintores, prostitutas,
proxenetas, escritores, borrachines, libertinos,
aprendices de fotógrafos, periodistas, caricaturistas
y todo tipo de avechuchos nocturnos de lupanar,
alcohólicos, tuberculosos y sifilíticos,
se adueñaron de esta zona
pintada por Toulouse Lautrec.
El joven Baudelaire y sus amigos creían en el arte
como destino por el que ofrecían sus vidas de héroes
y morían miserables, locos e ignorados.
Esgrimiendo su escuálida apariencia de lector joven
en un retrato pintado por Courbet,
vestido con redingota o abrigo negro,
anudado el moño de su corbatín de seda,
mostrando el bastón o los guantes
que captaban las cámaras de sus amigos fotógrafos,
el genio de Las flores del mal deambulaba con su mulata
mientras el padrastro Aupick y su madre
sufrían hasta lo indecible por las calaveradas del rebelde,
obligados a pagar siempre sus facturas.
Ahora él ha vuelto al barrio para ver su exposición.
A las seis de la tarde de este día otoñal de 2016,
Baudelaire ha regresado entre el crepúsculo
y se esconde detrás de los árboles
y las rejas que llevan a la casa del Museo Romántico,
camina por las calles o espera a la entrada de los cabarets
mirado esta vida extraña, luminosa del siglo XXI.
La noche es larga en Pigalle,
zona que hoy ya no es la sombra de lo que fue
Y Baudelaire exclama furioso contra este desastre
alzando su bastón de puño de marfil.
Por estas calles sonoras
todas las glorias literarias del siglo XIX y la mitad del XX
---desde Baudelaire hasta André Breton, que vivió por aquí---
agotaron su juventud en cabarets, teatros y bares musicales
donde cantaba Aristide Bruant y amanecían
borrachos de absenta, opio, cocaína, morfina y hachís.
Uno tras otro han desaparecido
sórdidos sitios de bailarinas, sex shops,
hoteles de mala muerte,
bares tenebrosos como el Noctambules,
donde cantaba hasta hace un lustro Pierre Carré,
reemplazados por Mc Donalds, Starbucks,
cafés con wifi, boutiques,
expendios de jugos naturistas, restaurantes
y comercios de ropa y comida,
ante el asombro de ciertos turistas despistados.
En el Museo de la vida romántica
la exposición dedicada a Baudelaire
está apeñuscada a la entrada de la casona
en tres salas oscuras y estrechas
de paredes tapizadas de tela verde y rojo
estampadas de flores de lis como en el siglo XIX
y comunicadas por peligrosas escaleras
de donde se despeñan con frecuencia
cegatonas y cegatones académicos jubilados,
cascarrabias amantes de la literatura
que tosen y moquean bajo el imperio de la gripe otoñal.
Fotografías y daguerrotipos tomados por Carjat y Nadar,
retratos, esculturas, caricaturas con su imagen.
Y en la pequeña sala porno custodiada
por guardias con aires de gigantescos perros bulldog
imágenes eróticas prohibidas,
una ninfa solitaria y orgásmica,
escenas de coitos en casas de citas.
En la sala subterránea
cartas escritas a su madre y apoderados desde Bruselas,
a donde huyó por las deudas,
escritas con una caligrafía impecable e inteligente
y en la tercera, luego de subir unas estrechas escaleras de caracol,
manuscritos de sus poemas y primeras ediciones de sus libros,
muchos publicados con carácter póstumo.
Salimos a las calles animadas del viejo Pigalle
como si estuviéramos en tiempos del poeta.
Y lo imaginamos internándose por alguno de los portalones
o deambulando ebrio por las pequeñas callejuelas del vicio.
Baudelaire volvió a Pigalle este otoño.
En el aire se siente su presencia
como un pequeño ciclón de palabras.
LA TUMBA DE RIMBAUD
Su figura despeinada e insumisa en las paredes,
tiendas, cafés, bares y restaurantes de Charleville.
El poeta como deidad familiar junto al río Meuse,
en cuyo camposanto reposa su martirizado cuerpo,
iluminando a los muchachos del mundo
inspirados en él para huir del tedio
de un día llegar a ser adultos domados.
Rimbaud, siempre adolescente,
pervive en los viejos poetas muertos,
pues escribir poemas es prolongar la infancia
y viajar con ella hasta el final y aun después.
Walt Whitman, el viejo barbudo de overol,
niño siempre como Baudelaire, mozo eterno
perdiéndose en noches de absenta y poesía.
Constantin Kavafis, muchacho esencial
que añora ardientes cuerpos poseídos hace tiempo.
Aquí el extraño color rosa de las piedras
le dan a Charleville la iluminación peculiar
de tiempo ido y renegadas nostalgias.
En el cementerio viejo
los miembros de la Sociedad de Amigos de Rimbaud,
se congregan en silencio junto a la tumba
visitada por japoneses, chinos, africanos, rusos,
latinoamericanos, europeos, norteamericanos
que compran camisetas con la imagen de su ídolo.
En la casa donde más tiempo vivió el poeta frente al río,
en una habitación se escucha el sonido del viento,
la música del mar y el chillido de los barcos
cuando llegan y se van del muelle.
En otra se escucha a través de orificios y bocinas
instalados en las paredes por los curadores
su poesía encarnada en voces nítidas,
indefinibles, como llegadas del más allá.
En las paredes de su dormitorio
se reflejan palabras circulantes
y desde otras habitaciones
se ve el río y la calle que lo hicieron soñar y rabiar
en tardes de lluvia o de sol, polvo y ceniza,
presagiando los calcinantes exilios de Abisinia.
Charleville-París, 17 de marzo de 2008
A François Massut y Richard dalla Rossa
II
PERDIDO EN BENARÉS
Cuando se llega a Benarés,
una bocanada de milenios sale a nuestro encuentro.
Entre un insólito remolino de colores,
fiesta, bullicio, músicas, dioses y diosas desconocidos,
aparecen las visiones atroces de leprosos
o niños mendigos con ojos nublados de infección
y sucios muñones elevados al cielo entre la polvareda.
Por las calles el rinrín de los timbres de las bicicletas
y los rickshaws que pasan a toda velocidad cargados de gente
nos indican que estamos al otro lado del mundo,
en el verdadero reino de lo desconocido, en otra dimensión.
Benarés la ciudad viva más antigua y arcaica del mundo,
que durante 2600 años ha estado ahí,
imperturbable, junto al sagrado río Ganges,
atestiguando cada mañana la salida del sol,
cuya luz anaranjada se derrama día a día
sobre las escalinatas y los antiguos palacios decrépitos
construidos antaño por los maharajás.
Este es el pueblo sagrado que vio pasar a Buda rumbo a Sarnat,
no lejos de aquí, donde daría sus primeros sermones
a recientes discípulos.
Todos los días desde hace milenios
confluye hacia esta ribera del Ganges
la romería de cadáveres envueltos en vistosos tejidos
de colores azul magenta, rosa, amarillo papaya,
rojo sandía, irisados de líneas plateadas y aúreas.
Son transportados en andas por deudos que no lloran
y llevan una mirada indecible llena de todas las sabidurías
y todas las resignaciones bajo el sol calcinante.
Han venido con el muerto por tren,
en viejos vehículos destartalados
o en carromatos halados por hombres o caballos raquíticos,
chocando con elefantes viejos y vacas sagradas hambrientas.
Mientras hacen turno en cada uno de los crematorios,
ellos colocan los muertos apoyados en las paredes o en el suelo
y negocian entre murmullos el costo de la madera para la pira funeraria.
Otros cadáveres arden después de los rituales del brahmán
y la aspersión de las aguas sagradas,
rodeados por dolientes y husmeados por perros sucios
que esperan rescatar del río un hueso
o un pedazo de muerto que flotó con terquedad
sobre las aguas de este sucio, inmundo río.
Me detuve en el crematorio de Manikarnaka
y desde ahí vi a lo largo del río el hormigueo de gente
en las escalinatas, Hanuman, Kedara, Chaumasahi,
Dashashvameda, Lalita, Panchaganga y Trilochana,
y la humareda de las piras mortuorias,
el ir y venir de muertos y más muertos y vivos y más vivos.
Había caminado como loco todo el día entre las callejuelas
y avenidas polvorientas de la ciudad
situada entre las confluencias de los ríos Varana y Asi,
que desembocan en el Ganges.
En diminutos lugares de internet
regentados por jóvenes expertos informáticos,
veía por las ventanas el rostro de las vacas sagradas
que se acercaban, me miraban y trataban de lamerme.
Afuera, en grandes triciclos,
los conductores transportaban familias enteras,
con bellas mujeres hindúes de senos pulposos llenos de colorido
y musulmanas tapadas de negro
bajo la mirada de sus severos amos los hombres,
adoradores fanáticos de Alá,
las fatwas condenatorias y la severa ley del Corán.
Las baratijas ofrecidas por vendedores ambulantes,
dulces y frutas, avisos comerciales,
música estridente que salía de los balcones,
plegarias emitidas desde templos improvisados,
pertenecían a un mundo desconocido.
Nunca había imaginado nada igual,
ni siquiera en las viejas estampas de la infancia
que mostraban al encantador de serpientes
o al fakir elevado con su turbante
entre la muchedumbre gozosa.
Por fín sabía lo que era el otro lado del mundo
y pronuncié como nunca la palabra Extremo Oriente.
Todo estaba engalanado para celebrar a la diosa Durga
de largos cabellos negros, deidad cuyas imágenes
de barro de toda variedad y tamaño,
vestidas con saris multicolores,
lanzaban por miles en su día a las aguas del Ganges.
Los monos deambulaban por los templos hindúes
y miraban inquisidores al transeúnte
venido desde el otro lado del mundo.
Sonaban las campanillas del brahmán
y la gente rodeaba en el viejo templo el linga fálico,
símbolo de la totalidad del universo hindú.
El brahmán me ordenó desde lejos acercarme al linga
y me roció con agua y me untó en la frente un punto rojo,
antes de pedirme dinero avorazado como un político ladrón.
Atrás del templo,
ya adornado con la guirnalda de flores anaranjadas,
me senté bajo una arboleda,
mientras militares agresivos y armados hasta los dientes
miraban todo, prohibían e interrogaban a los pasantes.
Me ordenaron salir.
Sus ametralladoras ardían bajo el sol
y uno sabía que en cualquier momento
se podía desencadenar una masacre en el Templo Dorado.
Más abajo, en el crematorio de Manikarnika
miré arder cadáveres y olí el humo de ceniza,
antes de que los intocables me rodearan en el crepúsculo
y que en bandas me amenazaran y me pidieran dinero.
Era un atraco colectivo
entre el rumor del terrorífico gentío de miserables.
Corrí y ellos seguían detrás de mí vociferando
en una lengua incomprensible heredera del sánscrito.
Más allá, entre las callejuelas, había escapado por fin
y un niño misterioso se acercó y me dijo:
« Sir, confíe en mí, yo lo protejo », en un inglés primario.
Era un chico de siete u ocho años
y me siguió en la estampida del pánico.
Pensé que era un espía
de la muchedumbre milenaria de harapientos
y corrí desbocado por las callejuelas
hasta desembocar entre tenderetes atendidos por hombres
de luenga barba blanca y exagerados turbantes.
Con sus datos pude salir del laberinto
y desembocar a una avenida donde un hippie de Benarés
me guió hacia un hangar de automóviles.
Le pedí que me tomara una foto
dentro de esa enorme y abullonada limusina decrépita
y después me bajé y entré al bar del Hotel
en busca de un whizky servido por nepalíes.
Era mi primer día y la primera noche en Benarés,
la ciudad de la luz y de la sombra,
siempre llena de misterios.
LAS SECRETOS DE CALCUTA
Calcuta, la mítica capital de Bengala,
situada a las orillas del Hooghly,
en el delta final del sagrado Ganges.
Inmenso hormiguero de millones de humanos
que circulan entre polvo, contaminación, canícula o lluvia,
en una incesante algarabía de risas, lágrimas,
miseria, riqueza, fiesta, generosidad,
injusticia y amor inagotables.
En los viejos muros de los edificios neoclásicos
del antiguo esplendor colonial
crecen árboles y plantas que florecen
y echan raíces entre la humedad generalizada.
Una mujer tiende ropa en una ventana
y al lado, en los nobles muros de un palacio viejo,
poblado tal vez antaño por un magnate,
alto funcionario colonial o embajador,
se explaya ahora un matorral de flores
color fucsia, amarillo y rojo sangre,
poblado de pájaros y monos sagrados.
Hay que escuchar los pájaros
a la hora del crepúsculo tropical:
cuando se avecina la noche
llegan por cientos de miles
desde las amplias extensiones del delta
y se refugian en los árboles del patio
de un palacete decimonónico convertido en Gran Hotel.
Hacen un bullicio fenomenal,
como si cada una de esas aves
hubiera llegado para contarles a las otras
las experiencias del día en los amplios campos
cantados en viejas epopeyas o por Rabindranath Tagore.
Y de repente, a las seis y media,
de súbito y al unísono,
como comandados por una fuerza natural
escrita desde hace millones de años,
esos cientos de miles de pájaros se silencian
y duermen dejando un halo de paz,
mientras uno bebe cerveza india
y piensa en los viejos tiempos del comercio de especias,
en los años de Marco Polo,
en las naos de los aventureros portugueses,
ingleses y británicos que llegaron allí.
Tras su corto esplendor,
la enorme metrópoli de palacios inimaginables
y lujosos edificios diplomáticos y burocráticos,
construidos a imagen y semejanza del Imperio Británico,
fue cubriéndose de moho y vegetación
y creciendo de manera desordenada
hacia todos los puntos cardinales.
En su seno Ramakrishna a fines del siglo XIX
y Vivekananda en el XX
pretendieron reunir todas las religiones;
allí escribieron Rabindranath Tagore o Jibananda Das.
Los indigentes duermen en la calle,
rickshaws cruzan halados por famélicos,
bellas esposas repudiadas y viudas indigentes
o niños enfermos piden limosna en el nuevo milenio.
¿Donde estás Aruti, bella mendiga Aruti,
que carga a su bebé y pide una libra de arroz,
esbelta joven Aruti, diosa cuya sonrisa blanca
todo lo ilumina de perlas?
El viejo sabio Doctor B. Chakravarti, todo de blanco,
firma su libro The indians and the amerindians,
los poetas siguen en el Indian Coffee House,
de Bankin Chatterjee Street, en el barrio universitario
lleno de casetas de libreros ágiles y entusiastas.
Adentro del café se mueven las aspas de los ventiladores
y en cada mesa el diálogo fluye entre taza y taza de té.
Al salir cruzará por la calle un pastor con cien ovejas
y más allá uno podrá comprar cocos
en una tienda protegida de la lluvia con latas de Coca-Cola,
junto a una imagen en altorelieve del revolucionario Lenín.
En la Sahitya Academy, los escritores de Calcuta
recuerdan con orgullo los poemas de los siddhacharias budistas,
primeras formas del lenguaje bengalí de los siglos VII y VIII.
Y más tarde, en casa del gran maestro casi centenario Annada Sankar,
la más importante figura viva de las letras de Calcuta,
él nos cuenta sus viajes y vida en Occidente.
En la mirada profunda y sabia de esos hombres y mujeres
a la hora de sentarse en círculo alrededor del viejo aeda
para hablar y compartir la alegría de leer y pensar,
la alegría de escribir y morir,
palpamos la literatura sagrada y terrenal
dispersa en el polvo de las calles
y la incesante lluvia arrastrada por los monzones.
A la hora de decir adiós y subir al avión de Air India,
millones de pájaros cantan mientras se oculta el sol.
París, un día del año 2000
A Dibyajyoti Mukhopadhyay
III
EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
Entre las callejuelas de Las Palmas de Gran Canaria
aparece de repente la iglesia donde oraba Cristóbal Colón
antes de partir hacia tierras de América,
en una aventura que para entonces era casi intergaláctica.
El templo en una plazoleta medieval arropada por el céfiro de los alisios
que recorre por los islotes de las Canarias,
y roza aquí los empedrados laberínticos
y las paredes viejas de las casonas de antes del Descubrimiento.
No hay otro remedio que recogerse emocionado
e invocar las almas de los viajeros,
convocar los espíritus de los aventureros
que abrían el mundo por los mares
como si fueran trochas por montañas de agua,
arriesgándose a la muerte y al olvido.
Y uno dice: Colón estuvo aquí
y durmió en la casona de enfrente
que es ahora el museo que lleva su nombre.
Uno lo ve hablando con sus marineros,
ajustando los últimos detalles,
arreglando los problemas de las naves
o aceptando los últimos viajeros canarios.
Uno se imagina entonces ahí al genovés arrodillado
ante las imágenes de las vírgenes o los nazarenos,
orando y pidiendo buena suerte
para cada una de las etapas decisivas
de tres de los cuatro viajes hacia las Indias,
Américas maravillosas
que alegraron el mundo con su tabaco
y lo salvaron de la hambruna con papa y chocolate.
El griterío de jóvenes muchachos y chicas hermosas
empieza a sonar cuando bajo hacia las calles cercanas al puerto
y al mercado de la Mojana, entre olores de pescado frito.
En la taberna de los Sobrinos, que huele a siglos
y a intimidad de poetas y de artistas,
me paro a tomar un vino blanco
y a degustar un delicioso jamón serrano.
En la tarde hablamos en el Gabinete Literario,
edificio modernista donde pasaba horas Benito Pérez Galdós,
y en uno de los salones del espléndido palacio art-nouveau tropical
los anftrones hablan con acento suave y musical
y nos llevan a mirar el Salón Dorado
donde cantaban los cantantes de Ópera
de tiempos de Rubén Darío
y las salas donde desde hace más de un siglo
juegan a las cartas las señoras elegantes de abanico
o departen políticos y comerciantes,
hundidos en mullidos muebles de otra época.
En las aguas del puerto reinan los mástiles y las gavias
como en 1492 reinaron La Niña, La Pinta y La Santamaría
antes de que partieran a descubrir el Nuevo Mundo.
En los parques de palmeras los niños juegan
en bellas réplicas de madera de aquellas naos,
mientras en la playa los habitantes locales gozan
hacia la tarde del sol de las playas entre el griterío.
En el Parque de San Telmo el poeta Leopoldo María Panero
recita de memoria poemas de Porfirio Barba Jacob
para mostrarme que sabe de la lejana Colombia
y me dedica su primer libro "Así se fundó Carnaby Street"
donde dice: "todos temen que el gigante vuelva a entrar en acción".
Hablar con Panero, que ha asumido la sabia locura
como única solución al desastre, entre tantos libros de poesía,
y después leerlo saboreando una cerveza Dorada,
forma milagrosa y mágica de terminar el día.
Con Panero, que como todo poeta loco
nos salva en este mundo de marcas, cifras, dinero y burócratas,
terminamos un día más en Canarias,
archipiélago de sueños literarios y de viajes
colocado en el centro de un Océano Atlántico
que nos baña y nos nombra.
No hay nada más nutritivo
que el viaje y la errancia,
los exilios en mares y continentes.
In memorian Leopoldo Maria Panero
EN TENERIFE
Atmósfera natural antediluviana.
Desde todos los puntos cardinales
emergen los aromas de una vegetación casi fósil
que se nutre de brisas frescas y suelos volcánicos
dispersados en sucesivas erupciones por el volcán Teide,
frente a las costas africanas y con mirada hacia América.
En un pequeño parque frente al Hotel Taburiente,
en Santa Cruz de Tenerife,
crece un bosque de plantas exóticas
que nos recibe con puros olores de otros tiempos,
lejos de la contaminación reinante en el resto del mundo.
Tabaibas, cardones, cardoncillos, sabinas, dragos,
palmeras, laureles, magnolios, jazmines, pinos,
eucaliptos, araucarias, se exponen allí en plena fertilidad
entre canto de pájaros y movimiento de nubes y brumas.
A lo lejos reina el volcán Teide sobre la isla,
donde la naturaleza es aún más feroz y fósil,
y puede aparecer de súbito un dinosaurio.
La isla está bañada por una brisa marina
lejos de los atroces sofocos del trópico
y la neblina va y viene rozando las montañas
y los pueblos antiguos de esta tierra conquistada
por los españoles a tribus nativas provenientes del norte de África.
Hacia el norte los acantilados que dan al mar
Y en El Sauzal se observa la caída del sol entre rocas y riachuelos
que compiten con insectos y pájaros, en el concierto perpetuo de la naturaleza.
En todas partes se canta el himno a la madera:
en las ruinas de alguna iglesia carbonizada
se ven todavía los restos de esas tablas centenarias
y por todas partes la madera reina en techos, pisos,
balcones, portalones, tejados, ventanas
y ominosos lugares desde donde las enclaustradas monjas
salen a veces a recibir un poco de sol.
Uno puede estallar de belleza en Tenerife,
estar asfixiado por la eternidad en mitad del Atlántico.
EL BAR PASTÍS
Nunca había ido al bar Pastís, reliquia del pasado
que sobrevive a la modernidad desaforada de la noche.
Conocía el Tales, el Marsella, el Opera,
las tabernas del Borne y el bar gótico
sin nunca cruzarme con este diminuto
antro de la calle Santa Mónica,
durante décadas centro de la nostalgia francesa
de Frehel, Damia y Edith Piaf,
patrocinadas por una vieja propietaria
que los sobrevivientes recuerdan con cariño.
El pastís es el suave y traicionero elíxir
que poco a poco se adueña del bebedor,
quien sin darse cuenta, fresco e hidratado,
se ve sobrecogido por una ebriedad
que desciende de las peligrosas sendas
de la ya prohibida absenta.
Trago de obreros y proletarios de overol,
el pastís anima todo tipo de maldiciones
y conversaciones triviales
sobre fútbol, mujeres, el costo de la vida,
política y esperanzas y temores plebeyos,
al margen en periferas y suburbios del desencanto.
Servido en su tradicional vaso cónico,
se nutre con agua y hielo y se dosifica o alarga
mientras afuera de la taberna
cruzan los travestis y las prostitutas ávidos
o los maleantes que medran tras los turistas
y sus carteras llenas de joyas y euros.
Bebida de barra y bullicio,
acompañada de las exhalaciones sudorales
de camioneros, carniceros y alabañiles,
junto al mercado donde cuelgan perdices, conejos y jabalíes.
Fresca gota alegre que adormece las penas de la mujer enamorada,
la viuda, la esposa abandonada,
la cantante fracasada o la hetaira crepuscular.
El pastís, nombre perfecto para bar
y mucho más si desde su fundación sus paredes nunca fueron pintadas
y guardan el viejo salitre que corroe la pintura ocre y las telarañas tejidas
desde el más profundo franquismo parroquial,
pasando por la democracia y la monarquía constitucional
hasta los inquietantes albores del siglo XXI.
Llegue ahí de sorpresa una noche sabatina de abril
tras cruzar la esquina más agitada de la prostitución reinante
entre el florilegio añejo del travestismo multicolor.
Bajo los andamiajes que cubren viejísimos edificios en restauración
que anuncian el fin de una época y tal vez la del propio Bar Pastís,
amenazado por los pubs y los bares musicales
para turistas ingleses y nórdicos que desembarcan en manada,
se encuentra la puerta secreta y batiente,
al interior de la cual el vaho del tiempo
recibe con todos sus olores
al nostálgico explorador del pasado de Darío y Verlaine.
Las paredes del antro están cubiertas por horrendos cuadros
que el humo del cigarrillo, el polvo y la grasa
han opacado durante 60 años
hasta convertirlos en rectángulos de mugre indefinible.
Y entre esos cuadros, pequeñas fotos de Piaf,
figurillas de mal gusto, recuerdos del tiempo,
recortes de periódico enmarcados
y, colgando del techo, pequeñas palomas de papel
que vibran con la música incesante
de la bohemia parisina pasada de moda :
Serge Gainsbourg y Jane Birkin,
Boris Vian, Yves Montand, Claude François,
Charles Aznavour, Jacques Brel
y toda la imaginería musical de la Francia pobre de posguerra,
que representa hoy este bar insólito que ni en París se puede hallar.
El patrón tiene la voz gruesa del fumador,
es gordo, ha tomado las formas de la barra y el bar
y con rapidez trabaja como rara deidad india de seis manos
para servir vino, pastís, cerveza, ron, whizky, champán
que saca de estanterías cubiertas de polvo y cortinajes colgantes
que esconden el brillo sabio de las botellas.
El hombre lleva ahí detrás de la barra décadas y
parece detestar profundamente ese trabajo
que finalmente le hace vivir o hasta lo debe hacer rico.
Pero su escenografía de cascarrabias intolerante e impredecible
le sirve para no ser olvidado y cambiar de repente
de la diatriba batracia a la generosidad de una o varias copas gratis.
Es el patrón del Bar Pastís, última reliquia de la noche francesa en Europa,
templo de 61 años exactos, sobreviviente de guerras y modernidades,
modas y fracasos, en medio del más ferviente mundo barcelonés.
Ahí, por unas horas, uno parece al fin a salvo del bullicio asfixiande del rugby
y de las estrellas producidas desde Miami, libre al fin del fútbol
que llena ahora todas las pantallas de los bares del mundo,
uniformándolo todo con sus abalorios de inocuidad.
Barcelona, 15 de mayo de 2008
HOTEL BORGES
En las calles empinadas del viejo Lisboa,
con tranvías traqueteantes de donde salen chispas
y plazas anacrónicas, se siente la sabiduría
que da el perdido esplendor de un gran imperio.
En la desembocadura del Tajo y frente al brumoso Atlántico,
con rayos oblicuos de un sol que parece venido de Oriente,
esos hombres silenciosos y en apariencia modestos de hoy,
son los descendientes de quienes se aventuraron primero
por los mares del mundo hacia las lejanas tierras antípodas.
Los portugueses callan y miran.
Fueron grandes y de ese gran imperio
cantado por Luis de Camoens en Os lusiadas
sólo queda la entrañable saudade
o nostalgia que expresó el poeta Fernando Pessoa
en los primeros años del siglo XX,
cuando ya todo se había derrumbado.
Llegué desde Oporto al modesto Hotel Borges,
en la esquina del conocido café O Brasileira,
donde yace la estatua en bronce del poeta Pessoa,
sentado, tomando café y leyendo el periódico
con su aire de eterno anacrónico profesional
entre bulliciosos clientes que fuman y beben.
Él está allí para siempre con su gabardina,
el sombrero Stetson, las gafas redondas de carey,
el bigotito y la timidez a cuestas de genio
incomprendido y pobre autor de la Oda marítima.
Los porteros del hotel están acostumbrados
a ver llegar poetas de todo el mundo
que vienen tras los pasos de Pessoa
y recalan ahí emocionados
de estar por fin en la rua Garrett,
que lleva el nombre de Joao Baptista de Almeida Garret,
poeta romántico nacionalista muerto en 1854,
y de poder caminar por las calles
que devoraba el transeúnte con su portafolio lleno de poemas,
cartas de amor nunca enviadas y facturas de empleado comercial.
Con una habitación destartalada y barata, que en realidad eran tres,
y balcón con vista al poeta de bronce,
veía el ajetreo cotidiano de la ciudad sobre los techos
y a lo lejos el río, los barcos, el mar,
el sagrado mar Atlántico,
centro de todas las aventuras y todos los fracasos.
El portero me dió las llaves de ese cuarto privilegiado,
como sin duda muchas veces lo hizo
con otros buscadores de sensaciones literarias
que al subir las escaleras, entre el rancio olor a viejo,
recibían un premio inmerecido
otorgado por el duende de los viajeros del imperio.
Afuera del hotel,
tras hacer la venia como siempre a la estatua de Pessoa,
el viajero visita librerías y anticuarios.
Luego se detiene en alguna plaza
donde está el busto del novelista Eça de Queiroz,
o deambula por calles llenas de pequeños empleados
en busca de un restaurante barato,
o ve los viejos palacios que sobrevivieron
a la destrucción del gran terremoto de Lisboa en 1755
o los construidos después, como en la Plaza de Comercio,
y sube y baja por laberintos de callejuelas
marcadas por el nombre emblemático de Vasco da Gama,
que abrió a los portugueses las rutas de las Indias orientales.
Como se cuenta en las Historias Trágico-marítimas,
esos primeros viajeros como Vasco da Gama
salían en las naos sin la certeza de regresar algún día a Portugal.
Cientos emprendían la aventura,
pero en el largo viaje, bordeando las costas africanas
o cruzando el Océano Indico
hasta llegar a las Islas Malucas, Borneo, Java y Filipinas,
morían por enfermedades, hambre o peste,
en naufragios o al quedar varados en costas
donde eran atacados y sufrían terribles suplicios.
Cuando alguna de las naves de la flota tenía la suerte de retornar,
eran sólo unos cuantos los sobrevivientes y,
como si hubieran ido a Marte o a Júpiter,
dejaban por escrito el relato de sus aventuras.
El imperio se hundió,
otros países tomaron las riendas del mundo
y Portugal se quedó allí en esa esquina de la península ibérica
con la dignidad del monarca pobre y destronado.
El sabio Eduardo Lourenço piensa
en la formación de esa identidad portuguesa
gestada a lo largo de ocho siglos,
de espaldas a España y a Europa
y mirando al mar y a las rutas de Indias.
Dice que el "destino portugués se define
cuando Portugal abandona su proyecto ibérico
o lo integra al más vasto e imprevisible
de los descubrimientos marítimos y de la colonización”.
Y afirma que "Roma ni Cartago conocieron semejante distorsión
entre lo que señoreaban y las fuerzas de que disponían".
Toda esta historia puede palparse
desde el balcón del Hotel Borges,
en la romántica rua Garret de Lisboa...
En los lamentos del fado de Amalia Rodrigues,
cantado en bares de todo Portugal,
entre la humareda de los cigarrillos
y el olor de las comidas marítimas,
se entiende cómo los portugueses saben
que todo esplendor está condenado
a marchitarse y morir.
Y en el convento de los Jerónimos,
frente a las tumbas de Camoens, Vasco da Gama y Pessoa,
en las viejas estancias del tiempo,
el visitante comprende por fin
la lección de Portugal y su sabia nostalgia.
París, 1998
IV
LOS CAMINOS DEL JUDÍO ERRANTE
¿Dónde queda, pues, ahora, el extranjero?
¿En la patria abandonada
o en las adquiridas a fuerza de éxodo?
¿Quién es más extranjero:
el nativo que retorna a deambular por sus parajes nativos
o el forastero que agota el asfalto
de nuevas y luminosas metrópolis?
El extranjero profesional y eterno que se instala en la movilidad
es el judío errante, la misteriosa figura que flotaba
en la inminencia de su aparición y partida.
El judío errante lleva sus pequeños bártulos
colgando en una bolsa raída,
tiene una mirada agitada y extraviada,
trae los cabellos hirsutos, la barba siempre a medioterminar
y las manos rugosas como sus pies heridos
y fatigados de tanto caminar por trochas y caminos.
El judío errante tiene como patria única su errancia.
Y a diferencia de quienes se quedan en pequeñas veredas
esperando la muerte sin salir jamas de allí,
el judío errante lleva como fardo multitud de imágenes y voces,
olores, texturas, sabores, pieles,
un fardo cada vez más pesado, bullicioso, caótico,
enorme y sacro monolito
donde están inscritos todas las leyes o anatemas,
oráculos encontrados, premoniciones, catástrofes.
Toda palabra es de éxodo, errancia,
materia de juglares que en andanzas
acumulan historias y las difunden al calor del fuego.
Así los libros sagrados de la India, Medio Oriente y América,
obras de quienes dieron la vuelta al mundo
y lo visto al aire para que se difuminara,
enriquecido con falsificaciones o perfeccionamientos.
Epopeyas, biblias, piezas de teatro, fábulas,
profecías y poemas se forjaron en el incesante encuentro
de los encantadores de serpientes y los cómicos
con el alborotado público de las barriadas famélicas.
El mono volante y heroico del Ramayana, Hanumán,
que pervive hoy en cada mono libre de Calcuta o Benarés;
la figura emblemática de Sherezade;
el profeta viajero que escribe epístolas
y va de ciudad en ciudad
y de pueblo en pueblo llevando la palabra divina;
la historia del vellocino de oro;
la loba que amamanta a Rómulo y Remo;
todos ellos surgieron de ese patio de milagros
o esa plaza a donde llegaban los artistas viajeros
con sus tambores, flautas, chirimías y panderetas.
Allí también se forjó la búsqueda de eternidad.
El hombre milenario diurno relató aventuras
y el nocturno estableció los puentes venideros con el más allá:
así las reencarnaciones de los Indios,
el más allá momificado de los egipcios
y el cielo o el infierno cristianos descritos
en La Divina Comedia de Dante y el Paraíso Perdido de Milton.
La errancia no es entonces de este mundo sino del otro,
con interminables círculos y abismos
por donde caen raudos ángeles condenados.
En su abstracción se hacen más complejos los caminos
y los laberintos del mundo conocido.
El más allá tiene palacios y paisajes sorprendentes,
pues flota sobre nubes y espacios cósmicos
donde vuelan las aves ciegas del deseo.
Camino a Essaouira, Marruecos. 1998
REQUIEM POR LOS LIBROS
Cuando Absalón entró a casa del viejo amigo amante de los libros
y vio las paredes repletas de volúmenes entre olor a incunables,
sintió que la era de Gutenberg terminaba para siempre.
El raro espécimen humanista libresco es ya reliquia del pasado.
¿Para qué las enormes bibliotecas que estorban a los otros,
amenazadas por inundaciones, polillas, humedad y los hongos?
A las librerías de viejo de las grandes ciudades
Llegaban las bibliotecas de viejos humanistas
hijos de Amado Nervo, Vargas Villa y Rubén Darío,
feriados por sus hijos y nueras calaveras,
ávidos a su muerte de expulsar de la casa los libros del difunto.
Un día vió llorar en el aeropuerto al gran librero
que conoció en su adolescencia y cuya librería
frente al Teatro Cumanday fue paraíso
para bibliópatas, bibliómanos y bibliófilos
criaturas de una especie extiguida.
Y aunque los separaban tres décadas, lloraron juntos.
Donde los humanistas siempre había
un busto de Dante, Cervantes o Shakespeare,
o un Quijote de latón con la adarga altiva y el Sancho terrenal.
Letrado, escriba sentado, sabio, Confucio de casa,
los viejos de aquél tiempo entre la pipa humeante y el café
conservaban la especie en su abstruso espejismo
de chamanes milenarios poblados de palabras, delirios e ideas.
Las ciudades y los países les dieron los honores,
Y así Montaigne, Paul Valéry o Alfonso Reyes
Tuvieron sus capillas para líricos del desastre.
Hijos de Leonardo da Vinci y Erasmo,
herederos de Torcuato Tasso y Voltaire,
construyeron todos su pequeña torre de Babel.
En París los libros de los abuelos yacen en la basura
y entre detritus penan junto a ratas, gatos negros y cuervos.
Y ahí los tiene al lado Absalón después de rescatarlos,
hojeándolos, palpando la textura de sus papeles,
asombrado por los grabados dieciochescos y los tipos de letra.
Entre escombros imaginarios quedaron a la vera del tiempo
bajo el polvo infernal de los desiertos y las aguas mediterráneas,
lejos de las pirámides de Egipto y la Biblioteca de Alejandría.
EN LA CASA MOSCOVITA DE LEON TOLSTOI
A sus 86 años de edad Valentina Ievguenievna respira con dificultad,
sentada en un banco junto a la mesa del comedor de la planta alta,
en la casa moscovita de León Tolstoi.
Uno diría que el viejo maestro acaba de salir a cortar leña
en el amplio patio y está a punto de regresar de un momento para otro.
La anciana guía que trabaja en esta casa desde hace 30 años
se levanta y arrastrándose sobre sus babuchas
se acerca al piano donde se apoyaba Chaliapin para cantar.
Comienza a explicar cómo se salvó a los treinta años
el autor de Resurrección de ser devorado por una osa
cuya bella piel café yace al lado del instrumento
con su rostro agresivo, el hocico abierto
y una mirada de animal malherido.
Tolstoi se enfrentó a la bestia
pero falló el primer tiro y cayó en sus garras,
de las que pudo liberarse al dispararle por segunda vez.
Días después unos cazadores dieron muerte al animal
y al descubrir la bala comprobaron que la osa casi lo mata
y le regalaron esa piel que ahora sigue intacta
en el salón de recepciones de la planta alta
donde solían recibir a los invitados
y hacer fiestas y veladas aristócratas y gitanos,
bohemios, revolucionarios y señoras de la alta sociedad.
Todo eso lo cuenta Valentina:
que la vajilla era de Limoges,
que a Sonia la mujer le gustaba la gente rica
y a Tolstoi los pobres y los marginales,
que cuando Chaliapin cantaba se apagaban las velas
y temblaban los vidrios,
que el maestro se enfurecía cuando perdía una partida de ajedrez,
que sus hijas lo apoyaban en sus generosos propósitos
y su esposa y sus hijos hombres cuidaban el patrimonio
que él quería regalar a los pobres.
El salón de arriba tiene los cuadros, muebles
y adornos originales intactos después de un siglo.
Uno se imagina las fiestas y las tertulias celebradas allí,
en uno de los lugares donde por décadas alrededor del patriarca
se reunía el mundo artístico e intelectual de Moscú.
Más allá está la elegante sala alfombrada y llena de cuadros
y muebles lujosos de la matrona Sonia
y al fondo el cuarto de huéspedes.
Y tras seguir por un corredor
uno se topa con los cuartos de la hijas,
la ropa antigua de las mujeres de la casa,
la bicicleta Rover que el maestro conducía por Moscú,
las amplias columnatas cubiertas de azulejos de la calefacción,
las habitaciones de los domésticos,
mientras afuera caen poco a poco las hojas ocres del otoño.
Y en una esquina de la casa aparece de repente
el estudio de techo bajo donde escribió sin cesar el escritor
entre candelabros y mullidos sofás de cuero negro,
lugar en que pasaba la mayor parte de su tiempo.
En un armario se ven las amplias camisas de algodón,
las botas negras y los instrumentos de zapatería
que usaba el aristócrata rebelde
para jugar a ser zapatero remendón.
Al bajar las escalinatas hacia la planta baja,
otra anciana salida de una novela de comienzos de siglo XX
con un viejo gorro de astrakán reemplaza a Valentina Ievguenievna
y explica con lujo de detalles la enfermedad de Vania,
el último adorado hijo de Tolstoi,
muerto niño a causa de la escarlatina
y cuyos cuadernos, lápices, dibujos, juguetes
y otros objetos están muy bien conservados
en una habitación dedicada al que según la leyenda
parecía llamado a ser el heredero espiritual de su progenitor.
También se ve el comedor familiar,
un oso embalsamado en cuyas manos
luce una pequeña tabla redonda
donde los invitados dejaban sus cartas de visita,
y, colgado como si hubiera llegado ya el maestro,
el enorme e inconfundible abrigo negro de piel.
Tolstoi murió en Astapovo en 1910
a causa de una neumonía que contrajo al escapar de casa
y caminar solo entre la lluvia y el hielo.
De él nos ha quedado esa imagen de abuelo eterno
de luengas barbas blancas y ojos de cegatona opacidad.
Es el arquetipo decimonónico del escritor nacional
y el ejemplo más nítido de lo que es la gloria literaria,
cuando un hombre encarna a una gran nación,
Rusia, la patria de Iván el Terrible y Pedro el Grande,
del fabuloso Kremlin de rojas murallas y doradas cúpulas ortodoxas.
Una sensación de gran familiaridad nos invade.
Como si toda esa historia tantas veces leída
se hubiera concretado
y él fuera un viejo abuelo cascarrabias y tierno
que recibe a un lejano nieto
y lo invita a recorrer por el patio cubierto de hojas otoñales.
Tolstoi está ahí y palpita entre nosotros
casi cien años después de su muerte.
Se pueden escuchar sus risas, sus palabras roncas,
la tos seca de invierno,
el crepitar de las chimeneas,
mientras las abuelas que reinan en esta casa
y cuidan los floreros y limpian los muebles,
nos cuentan con minucia su vida cotidiana
y el largo crepúsculo que lo fue envolviendo
hasta la eternidad de la gloria.
Ya pronto la nieve cubrirá esta tosca
y enorme casona de madera
y el patio donde él jugaba con los nietos y los perros
y partía con hacha la madera para las calderas.
No lejos,
por la calle Nueva Arbat o la imponente Treviskaia
despunta la nueva Rusia de avisos
y pantallas luminosas y tiendas de lujo,
mientras en limusinas y autos de mafiosos y nuevos oligarcas
se pavonean orondos con sus chicas de oropel
y los rascacielos rompen el nuevo paisaje futurista
de la capital de un rico imperio.
Del Kremlin sale raudo el nuevo Zar
Entre una caravana de potentes vehículos
Hacia un destino impreciso.
Moscú, 2007
A Jorge Bustamante García
V
MIRADAS DE GOYA
En El dos de mayo de 1808,
matar, fusilar, acribillar, cortar manos,
recompensar a quien mate y corte la mano
para llevarla como prueba al Palacio del tirano
y sus sanguinarios santificados.
Cuerpos destrozados por bombas, sangre,
fosas comunes a lo largo y ancho del país,
todo eso lo vio Goya en su España eterna,
y lo dijo con el lenguaje rebelde del arte.
Goya pintaba imágenes de poderosos
y se volvió asiduo de la corte
pintor oficial de potentados,
pero en su interior era artista insurrecto
que veía la injusticia, el clasismo,
la aristocracia decadente,
la miseria en los suburbios y en las calles,
la enfermedad, la locura, el desamparo,
el olvido, la prostitución, el odio sanguinolento
de los santos vestidos de ministros
o los ministros vestidos de santos.
El 3 de mayo en Moncloa
el pelotón de fusilamiento está frente a las víctimas
tan frágil como ellos, compuesto de soldados
que matan hermanos
y sacerdotes que acompañan
ajusticiados en el último momento del martirio.
Goya lo supo ver en ese cuadro genial,
pues desde ahí venimos,
de esa intolerancia fanática a ultranza
que castiga con la muerte y la hoguera al opositor
y crea la calumnia y la mentira
para perpetuarse en el poder
engañando a los inocentes de la calle
que aúllan de hambre, ceguera y peste.
La muerte tiene permiso allí en esos cuadros de Goya,
está presente, circula en el aire de Madrid,
cuyo pueblo se ha rebelado contra el nuevo tirano.
En El tres de mayo de 1808,
Goya pinta la rebelión de la plebe en las calles de Madrid
y en medio de la sangrienta escena los caballos miran
como seres racionales aterrorizados,
mientras los humanos se desencadenan
en el odio cual lobos sedientos.
Porque la plebe, la infame turba,
la muchedumbre hambrienta y humillada
es cruel también en la rebelión,
cuando estalla en el caos
tras siglos de infortunio e injusticia.
Goya no es inocente:
el pueblo cuando decide rebelarse
también se desliza en la sangre como los poderosos.
Puesto que el lenguaje del tirano
es el bombardeo y el pelotón de fusilamiento,
el descuartizamiento con motosierra
y la recompensa por denunciar al padre o al hermano,
no se puede esperar de la plebe otro lenguaje.
Goya lo vio en estos dos cuadros soberbios
expuestos por primera vez juntos
en una gran sala de El Prado,
mientras afuera reina el sol madrileño
sobre la vegetación y las nubes
que tan bien supieron pintar todos ellos:
Goya, Velásquez, Greco, Ribera y tantos otros.
Esto se puede ver en Museo del Prado
en la magna exposición Goya en tiempos de guerra
dedicada al bicentenario de estas jornadas antifrancesas
como día nacional de España.
En Madrid hace un sol resplandeciente,
toda la gente se ha ido de puente
y El Prado esta ahí abierto y libre
para los turistas perdidos
y algunos admiradores de la obra
de este cascarrabias gigante y genial
que llegó a viejo y sordo
desencadenándose en grabados y litografias,
Los caprichos,
Las tauromaquias,
Los desastres de la guerra
y Los disparates.
Es el Madrid de la corte, el centro del poder
y ahora aunque todo parece en calma,
mientras uno camina por las salas dedicadas al gran Goya
se piensa en el garrote vil usado por el dictador Francisco Franco
y en el golpe de estado de Tejero,
quien esgrimió la pistola ante los diputados.
Con Goya uno piensa en los tiranuelos,
en los señores presidentes.
Semanas antes había visto otra exposición completa
de sus grabados y litografías en las salas del Petit Palais de París,
que también se unió al homenaje a este hombre,
desde el otro lado, desde la tierra de José I, Pepe Botella,
el enviado por Napoleón que reinó durante seis arduos años
sobre los españoles rodeado de « afrancesados ».
A diferencia de la majestuosidad de los cuadros al óleo,
de la perfección realista de su óleos sobre celestinas y majas,
en los grabados y litografías asistimos al genio desatado de Goya,
capaz de mostrarnos en pequeñas imágenes de unos cuantos centímetros
el horror de su tiempo, que es el nuestro:
muertos, enfermos, asesinados, aplastados,
bombardeados, ebrios, fanáticos, putas, iluminados,
el cuadro de una humanidad atroz que nunca deja de sorprendernos.
En su vejez y en lo máximo de la lucidez
expresó su escepticismo frente a las posibilidades de su especie.
Goya es tan actual que los tiempos de hoy
se ven reflejados con realismo en estos trazos,
sombras de ficción y de sueño.
Madrid, mayo de 2008
HOSTAL FERNANDEZ
Tras llegar a Madrid y bajar en la estación de Atocha,
el viajero literario sube la calle del mismo nombre
y busca un hostal barato donde descargar los bártulos.
Por azar llega al metro Antón Martín
y percibe allí cerca una fuerza extraña
que lo empuja a virar a la derecha.
Y se detiene en la encrucijada que lleva a todas partes,
a las Cortes, a la Plaza Mayor, a la Puerta del Sol,
al Paseo del Prado o a la calle de Alcalá.
Dos cuadras después la vieja calle de León, esquina con Cervantes,
junto a la casa donde vivió y murió el manco de Lepanto,
no lejos del convento donde reposan sus postreros huesos.
¿Soñó alguna vez con vivir en Cartagena de Indias ?
Alza la mirada y ve el aviso: Hostal Fernández
Abre un pesado portalón y se interna en el edificio.
Sube con lentitud las escalinatas viejas con olor a lejía.
Le dan la llave del piso superior y desde la ventana del cuarto 16,
ya instalado en ese remanso de paz, ve desde la ventana del cuarto,
al frente, la histórica morada y la placa de mármol.
Los hostales, a diferencia de los hoteles finos,
no solo son baratos sino que el huésped
se siente como si viviera en su propia casa.
Son viejísimos apartamentos centenarios
y conservan la sala con muebles de abuela,
relojes de cucú, esculturas de galgo,
faisán o ángel rechoncho y alado
y cuadros de ambientes bucólicos
que los habitantes han dejado allí
desde el siglo XIX, cuando aún vivían
Alas Clarín, Azorín o Menéndez Pelayo.
La habitación huele a la limpieza total y rigurosa
propiciada por abuelas y tías de otros tiempos,
como si cortinas, colchas, frazadas, toallas, almohadas
hubiesen sido lavadas y planchadas
la misma mañana con jabones aromáticos
de olores ancestrales y permanecido largas horas
bajo el sol castellano en alguna colina
bañada por los vientos.
Piensa que el propio Cervantes
le ha premiado desde el más allá
con este recodo de Madrid tan auténtico,
por la fidelidad de venir a buscarlo
400 años después al mismo lugar donde murió,
guiado por la obsesión literaria
que le lleva siempre en las ciudades
a rastrear los pasos de sus escritores
y a hospedarse cerca de donde vivieron.
Todo eso piensa en la mullida cama
donde reposa del viaje escuchando afuera
el paso de los transeúntes y el sonido sobre la piedra
de cascos de caballos que no sabe sin son fantasmales
o los de alguna pareja de carabineros montados
que hacen ronda en la tarde madrileña,
no lejos de las Cortes donde gritan políticos.
El reloj de cucú suena su tic tac en la sala
y piensa que ya pronto aparecerá la mamá,
la tía o la abuela con la taza de chocolate y los churros,
pero son solo delirios de un un ya viejo huérfano
que carga sus huesos en la madre patria,
lejos de ultramar y los huracanes caribeños.
Ahí junto a Cervantes, en la calle de León,
ha estado una semana y no quería irse.
Abajo del hostal frecuentaba el pub
de paredes tapizadas y muebles antiguos,
donde tocaban músicas ancestrales irlandesas
y se bebía cerveza y whisky hasta altas horas de la noche.
Agotó uno a uno los bares del barrio
como si viviera ahí desde hace tiempos
y los fantasmas literarios ebrios
levantaran el sombrero en cada esquina
saludando al viajero que se inclina con lealtad ante Cervantes
bajo un viento helado que ya presagia la primavera.
VI
EL CASTILLO DE LAVAL
Laval, tierra de viajeros, guerreros, comerciantes
codiciada por ducados, baronías, reinos y potencias.
Por el río Mayenne pasan desde hace siglos
embarcaciones cargadas de soldados o textiles medievales
que dotaron a sus gobernantes de recursos
para construir y reconstruir en la colina rocosa principal
a lo largo del tiempo un castillo con una bella torre
y edificios sucesivos de diversos estilos,
desde góticos hasta renacentistas y neoclásicos.
Las primeras fotos que se hicieron de la ciudad
en el siglo XIX muestran casas de sueño
con vigas aparentes y techos de cuento romántico,
descolgándose desde la colina hasta las riberas del río,
apeñuscadas en callejuelas estrechas, húmedas y silenciosas.
En esos recodos, junto a casas del siglo XV,
la actividad incesante de los comerciantes,
el griterío de los vendedores de legumbres,
el ruido de los cuchillos de los carniceros,
la paciencia matutina de panaderos o vendedores de pescado,
quesos, vinos, velas, tazas, vasos, vasijas, platos,
llaves, ollas, sillas, mesas, cacerolas, jaulas.
Las fotos decimonónicas en blanco y negro
plasman a Laval abigarrada en torno al castillo
antes de que se extendiera en tiempos napoleónicos
hacia el valle, con avenidas y construcciones neoclásicas
pobladas por nuevas generaciones
que auguraban los tiempos del progreso.
Las fotos muestran una arista de la colina y el puente
que conduce a la parte renacentista de la urbe,
donde vivía la aristocracia y aún conserva
callejuelas y casas hermosas.
Y desde ciertos ángulos todo ese conjunto
es resaltado por las aguas del río Mayenne,
que viajan raudas hacia los confines de Bretaña
y tras desembocar en el Loira
hacia las aguas del Océano Atlántico.
Penetramos protegidos por cascos
hacia un aposento gótico medieval
lleno de joyas, sarcófagos, cálices,
esculturas y objetos litúrgicos de oro y plata.
A través de estrechos túneles viajamos
hacia los fundamentos del siglo XI,
cimientos, salones y muros secretos del castillo medieval
a los que no accede el público.
Tocamos con las manos los muros originales
de la construcción milenaria
donde residieron caballeros de antigua adarga
y subimos hasta lo más alto de la torre,
a la enorme cúpula circular del siglo XIII
fabricada con vigas de antiguas maderas
que domina con todo su esplendor
el magnífico pueblo cruzado por el río.
Fantasmas de guerreros, caballeros,
clérigos y doncellas flotan en el ambiente.
Laval, 18 de noviembre de 2017
JUNTO A LA TUMBA DE CHATEAUBRIAND
En el puerto corsario de Saint-Malo,
ante el viento y las olas del norte, en la isla del Gran Bé,
la tumba Chateaubriand, el de las Memorias de Ultratumba.
Antes de morir pobre, vivió el Antiguo Régimen,
la Revolución, las restauraciones,
alcanzó a vislumbrar ya anciano la modernidad,
y pidió que fuera sepultado
en la pequeña isla de su tierra natal
para "sólo escuchar el mar y el viento" desde ultratumba.
Cuando baja la marea hacia el atardecer,
El viajero cruza un camino cubierto de algas
y sube a la isla por un camino modesto,
dejando atrás las imponentes murallas del milenario puerto
y poco después está junto al sepulcro.
Ante el precipicio sólo resta el sonido de las olas,
que en tiempos de tormenta pueden ser gigantescas
y golpear con furia las murallas, y el silbido persistente
del frío viento de los mares del norte.
Las gaviotas danzan frente al visitante
que a lo lejos vislumbra los faros y las islas lejanas.
En el sitio funerario no figura su nombre:
sólo se ve una placa en un viejo muro de piedras,
la lápida, una fea cruz rústica de granito
y sobre la superficie funeraria
algunas ofrendas de viajeros y admiradores
del vanidoso que aspiraba a figurar en la historia
al lado de Napoleón Bonaparte,
tras colaborar con todos los gobiernos
y ocupar las más altas dignidades,
siempre sin decidirse entre el Rey y la República.
A diez metros de la tumba se ve y se toca
uno de los indestructibles búnkeres de concreto
construidos por los invasores nazis,
como prueba de que la historia siguió su camino
después de la desaparición del hijo ilustre de Saint-Malo,
trasladado al castillo de Combourg
donde pasó el resto de la infancia al lado de su familia,
sus ancianas tías abuelas,
sobrevivientes reliquias del siglo XVII.
Llegó la Revolución y como joven aristócrata
tuvo que huir al exilio hacia el Nuevo Mundo.
A su regreso supo con dolor
que familiares suyos fueron guillotinados.
Chateaubriand mira desde el más allá
viajando en el lomo de una fugaz gaviota
o en el destello de un buque fantasma.
A Philippe Martellet
NOTRE DAME EN LLAMAS
Notre Dame acogió por siglos misas, bautizos, confirmaciones,
bodas, entierros, coronaciones reales y plegarias
ante amenazas de invasiones exteriores
y su imagen dio estabilidad pétrea
a generaciones de habitantes
que se sucedían en una caravana de nacimientos,
enfermedades, accidentes, asesinatos y muertes.
El apretujamiento, el olor nauseabundo, la humedad,
el frío de los inviernos, la sangre de las guerras y las ejecuciones,
los carnavales y las fiestas, el paso de payasos y milagreros,
el griterío alrededor de los arrancamuelas,
la invasión de moscos, ratas e insectos en verano
se sucedían cada año imponiendo su ritual novelesco.
Años después de la publicación por Victor Hugo
de Nuestra Señora de París, la historia de Esmeralda y Quasimodo,
las autoridades derrumbaron el barrio insalubre de siglos
para abrirle espacios al templo,
que desde entonces reina solitario y central
en la explanada frente a la broncínea estatua ecuestre de Carlomagno.
Viollet-le-Duc remozó la Catedral a su gusto y capricho,
le puso la aguja cargada de apóstoles y santos, renovó gárgolas,
y respetando la enorme estructura casi milenaria de madera,
también conocida como El Bosque,
la techó con hojalatas impermeables de plomo
que desde entonces vieron nuevas generaciones
de románticos, parnasianos, simbolistas y surrealistas hasta nuestros días.
Visto por detrás, desde la vecina isla San Luis,
el techo que a veces cobraba un color verdoso de antigüedad metálica
generaba calma y placidez en fieles y turistas
que acudían a verla, como si fuera el símbolo de una eternidad inefable,
una enorme gata, una esfinge impasible
que coronaba y daba estabilidad a la estructura pétrea.
Construida a lo largo de un siglo por cofradías de artesanos medievales
que de ciudad en ciudad iban por Europa creando moles incomprensibles
cantadas por poetas, registradas por pintores, estremecidas por organistas
y bendecidas y admiradas por reyes, emperadores, papas, cardenales y obispos,
la catedral parecía eterna.
Al igual que cuando Gargantúa se subió como King Kong
a las torres de Notre Dame en la novela de Rabelais,
el rumor se apoderó de la ciudad ese 15 de abril en la tarde,
cuando los noticieros de televisión mostraron en vivo
la insólita e increíble imagen de una humareda
sobrevolando la ciudad y cuyo origen era la intocable,
la invulnerable basílica de todos los tiempos.
En la barra del bistrot las especulaciones
surgían esa tarde entre los trabajadores de todos los orígenes
que a esa hora, cansados, piden una copa para desestresarse
después de una larga jornada de trabajo:
albañiles, barrenderos, choferes o enfermeros.
¿Un atentado yihadista?
¿Un episodio más de la guerra larvada de civilizaciones?
¿Otro capítulo más de la larga lista de atentados
en la ciudad donde fueron acribillados cientos de habitantes?
¿El anuncio de una guerra inminente?
¿La resurrección de aquella pregunta hitleriana de 70 años atrás: Arde París?
Vi la inmensa humareda cargada de plomo
como si fuera el fruto de una pesadilla
y después las llamas rojas como tizones ardientes
devorando la aguja y el techo de Notre Dame.
Caminé por las callejelas adoquinadas hasta las riberas del Sena,
ya había caído la noche
y la aguja agregada por Viollet-le-Duc en el siglo XIX
se derrumbaba y se hundía sobre la bóveda del templo
con todo su peso y sus apóstoles de yeso.
Solo quedaban cenizas alrededor.
El bosque de mil añejas vigas de roble instaladas hacía ocho siglos
había desaparecido en unas horas.
Pasé los retenes de policía, bajé las escalinatas
y me coloqué debajo del arco de un puente medieval
que cruza uno de los brazos del río que rodea la isla
y desde donde se veía el templo por detrás
en todo su esplendor de fuego.
Las imágenes irreales, expresionistas, futuristas,
parecían pintadas por Goya, Ensor o Edward Munch.
Había ocurrido lo impensable.
Ya era hora de pedir un vino en la barra de un café,
a donde llegaban agitados los habitantes de la ciudad
que en romería no querían perderse el espectáculo.
También se reposaban allí por un momento
fotógrafos, camarógrafos, enamorados, poetas o curiosos.
A esas horas de medianoche la ciudad parecía de día.
Éramos testigos de otro episodio histórico,
como las impresionantes crecidas del Sena
que en abril amenazan con desbordarse e inundar todo,
casas, museos, archivos, escuelas, gimnasios.
Todo es histórico en este museo-ciudad.
El tiempo nos aplasta y se vuelve circular.
Los fantasmas del pasado flotan con el humo en el aire.
Y allí en la barra estaba el poeta peruano Alejandro Calderón
y entre amigos tomamos otra copa de vino y otra más
brindado por la pervivencia de esta catedral en llamas
donde ardía de repente un milenio.
París, abril 2018-febrero 2021
ALGARABÍA
Mangos africanos, plátanos, las verduras más bellas y variadas
en el mercado afroasiático y afrodisíaco de la Goute d’Or,
junto al metro Château Rouge al norte de París.
La vida multicolor inunda calles y rincones
como en los tiempos del Ladrón de Bagdad.
Peluquerías en la calle Poulet,
tiendas de pelucas trenzadas o encrespadas en la calle Poissonière,
boutiques de manicure para bellezas negras en la calle Coustine,
mendigos junto al metro, paralíticos, prostitutas,
traficantes de droga y celulares robados,
pueblan este rincón a un costado de Montmartre.
La fuerza pública aparece
y la muchedumbre de vendedores ilegales,
comerciantes de productos exóticos
que preparan tamales en fogones de carbón o gas en las sucias aceras,
huye entre el griterío y se esconde con sus objetos de pacotilla.
La policía esgrime sus fusiles, ronda en la esquina del metro,
pide documentos a extranjeros sospechosos
y va de un lado para otro sembrando el pánico generalizado,
pero una vez la redada concluida,
desde todos los rincones, como hormigas,
reaparece la muchedumbre de comerciantes y llena las calles.
Pululan restaurantes de todos los sabores:
humea el cuscús,
se siente el aroma de las especias indo-paquistaníes
con su inconfundible curry,
huele a mazorca asada, a pescado fresco,
se suceden tiendas de trajes y telas africanas
de colores chillones con estampas de cocoteros
o las chilabas o chalecos
que acaban de llegar de Pakistán, Sri Lanka,
Indonesia, India, el Maghreb o del oeste africano.
Decenas de miles desfilan detrás de sus ídolos
como el dios Ganesha, elefante bonachón
a cuyo paso los peregrinos indo-paquistaníes
quiebran miles de cocos en las calles entre griterío de niños
que cuelgan de las espaldas de las bellas negras,
perfumadas y engalanadas con prendas
de todos los matices del espectro lumínico.
Así el mundo cosmopolita de Barbès,
donde conviven hinduístas y budistas, judíos y coptos,
católicos y protestantes, musulmanes y miembros de sectas,
milagreros, adivinos, curanderos, chamanes, hechiceros
Todos miembros de esta tierra de Babel.
De la Isla Mauricio, la Reunión, el sur de India,
Madrás, Shangái y Hong Kong,
Agra, Estambul, Ankara, Damasco, Bagdad,
Teherán, El Cairo, Addis Abeba,
y todas las capitales del Altántico africano,
desde Senegal hasta Mogador,
y desde Tánger hasta Alejandría y Trípoli.
En este territorio,
más arriba de las Estaciones del Este y del Norte,
entre el bullicio y la alegría, la miseria y el dolor,
maleantes y policías juegan al gato y al ratón
y los dioses de todas las religiones
hablan en las plegarias y la propaganda
de los marabúes africanos deshacedores de maleficios.
Sigue la algarabía en la tarde
en los bares Titanic y Constelation,
cuyas letras de neón titilarán en la noche de lobos.
París, octubre 22 de 2012
VII
LA MUSICA DEL AGUA
El primer signo viene del sonido de las aguas que corren entre rocas, piedras y troncos desde sus lugares de nacimiento y que es variada y sorprendente en cada instante, según las pruebas que el líquido deba franquear para acariciar con su intangible presencia el paisaje.
A veces el riachuelo se vuelve un salto con cascada, otras un estrecho recodo o remanso que propicia lagunas reducidas de agua transparente donde se mueven los renacuajos sobre una superficie de multicolor cascajo cambiante.
Esa música del agua es esencial al hombre y cura los
males generados por los ajetreos de las urbes infames, cubiertas por el polumo
de la contaminación y en cuyos vientres reina el ruido caótico de los
vehículos, el estrés agitado de sus angustiados habitantes solitarios.
Todo viene del agua y desde las cumbres nevadas o de las fuentes que surgen del vientre de la tierra, el elemento horada, abre, cambia la superficie, otorgándole todas las formas posibles a lo que encuentra a su paso.
En los Alpes, que fue un viejo océano emergido de los
cataclismos tectónicos, el agua abunda en las épocas del deshielo, dando a
montes y cumbres el verde vital donde crecen las criaturas reales y míticas que
alimentan el arte. Un verde que es vida absoluta y se manifiesta en las fechas
felices de la primavera y el verano en la vegetación tupida de los bosques
llenos de historias y misterios, brujas, enanos, sabios, ogros, bellas
durmientes, sirenas, aparecidos.
Al desprenderse desde las alturas, el agua abre la roca,
sacando a relucir su variada realidad geológica y en los caudales viajan todas
las piedras posibles, de distintos orígenes, muchas de ellas ricas en rastros
de la vida fosilizada de hace cientos o miles de millones de décadas. En
reducidas piedras salta la presencia de antiguos protozoarios, peces, corales o
el brillo de distintos minerales coloridos que deben su sorpresiva identidad a
ignotos componentes mezclados y petrificados a través del tiempo: zafir, ónix,
ágata, cuarzo, malaquita.
Primero el agua, la piedra y la roca y la sinfonía
orquestal de sus sonidos terrestres y después la familiar piel que cubre los
montes, hecha de musgos y líquenes, pasto, helechos y todo tipo de plantas
sobre las que crecen altos pinos y araucarias, altivos e improbables en su vida
sobre los precipicios. Y allí, en ese intrincado universo, hierve todo tipo de
insectos, lombrices, microbios y animales vertebrados que llenan de sonidos
cumbres, precipicios, valles y colinas.
A lo lejos las grandes cumbres con sus figuras cubiertas
de nieve, los mares de piedra cubiertos de hielo y los senderos múltiples por
donde viajan los amantes del monte y el ejercicio de caminar por sus
laberintos, como lo hacían todos los poetas románticos que como Hölderlin,
Novalis, Von Kleist, los hermanos Grimm y Goethe escribieron sobre ello.
En las alturas de los Andes ecuatoriales se encuentran
los mismos espacios, vegetaciones y criaturas o piedras, por lo que no es raro
que tantos viajeros alemanes como el barón Alejandro de Humboldt o botanistas
como el gaditano sabio Mutis tuvieran la felicidad de reencontrarlos y
explorarlos al otro lado del planeta, más allá del Atlántico, entre cumbres
rocosas cortadas casi con un cuchillo universal, junto a lagos enormes y
precipicios infinitos llenos de animales y presencias imaginarios.
Ese universo es similar para todos los habitantes de
cumbres y cordilleras mundiales y por eso alpinos, tibetanos y andinos
pertenecemos a la misma estirpe, la de los nacidos y criados como águilas en
las alturas terrestres, desde donde todo se escruta junto a las nubes y los
precipicios.
Las fincas donde pastan las vacas y las ovejas, el olor
de los excrementos, el aroma de los grandes árboles y las plantas que dan al
viento sabores y especificidades olfativas personales, todo eso los une desde
los tiempos prehistóricos hasta hoy. Y desde abajo, sobre la piel vegetal de la
tierra, los alpinos y andinos gozamos juntos de nubes, bruma y lluvia que
alternan con momentos soleados.
En las noches despejadas, cerca de la luz fugaz de las
luciérnagas, el andino y el alpino, gozan el privilegio de ver nítidas las
estrellas y la Vía Láctea, luciérnagas del cosmos que al hacernos viajar hacia
el inicio de todo, nos colocan a su vez con los pies y el corazón en la tierra,
un planeta que algún día todos abonaremos con nuestros pobres y maravillosos
elementos surgidos de ese mismo espectáculo sinfónico de la naturaleza.
11 de julio de 2014
CIERTOS PRESAGIOS
Todo cae con nosotros al precipicio infinito
Cascajo y piedras serpenteando entre la niebla helada
Hacia cañones de ríos embravecidos
Que taladran desde hace milenios
Cordilleras abandonadas
Sin cóndores ni chamanes vestidos de oro.
Así este momento poblado de escombros
Sin voces ni lamentos ni gritos
Solo el silencio acosado por el viento
Y la mirada viva de un ojo alerta
Sin cuerpo ni huesos ni sangre.
Allá lejos el mar engulle costas
Y destroza ruinas de ciudades en acantilados
Bañando con su espuma poblada de crustáceos
Niños y viudas desnudos acosados por hienas
Que con ojos de sangre disparan haces
De resplandecientes cuchillos afilados
Largo ha sido el camino para llegar a estos parajes
Donde laten corazones desesperados
Ante la inmensa incógnita
Que presagia la noche
11-08-2021
POLVOS DELIRANTES
El silencio reina en las encumbradas montañas
Después del implacable exterminio de los aborígenes
Durante siglos la tierra solo escucha trino de pájaros
Y chillidos de bestias errantes bajo la lluvia
La niebla a veces llega y se detiene durante semanas
Y en junglas inclinadas gotea la humedad
Dejando huellas entre musgos y líquenes
Que crecen y se adhieren a raíces y troncos
De repente la temporada del sol inunda todo
Y bandadas de loros verdeazulados y guacamayas rojas
Cruzan el firmamento haciendo eses encadenadas
Las bestias beben en acequias y riachuelos
Mientras monos sacuden las ramas chillando en la tarde
¿Qué fue de aquellos indios que se vestían de oro
Y brillaban desde las colinas reflejando la luz del astro
En pectorales narigueras cascos aretes y pulseras
Antes del ritual de la tarde al ritmo de los tambores?
Miles de años transcurridos por ellos en estos territorios
Instalados en valles junto a caudalosos ríos y sus afluentes
Por donde bogaban en canoas impulsadas por remos
Hacia lejanos paraísos donde los esperaban absurdos chamanes
Las hembras desnudas se bañaban en lagos y quebradas
Riendo cuando sus tobillos eran rozados por zabaletas
O renacuajos entre griterío de niños y vuelo de libélulas
Mientras los escarabajos exploraban el estiércol fresco
Dejado en la noche por dantas que huían de las fieras
Solo el silencio de sus ajetreos, gemidos y luchas
quedó en esta exuberante jungla donde ni siquiera
hay rastro de sus hipotéticos poblados de paja y madera
cuando hacia la noche reían en círculo alrededor del fuego
y devoraban el fruto de la caza o masticaban polvos delirantes
11-08-2021
ÍNDICE
I
PASAJE LAUTRÉAMONT
CÉSAR MORO CARGADO DE CUCHILLOS
EL OJO DE BAUDELAIRE
LA TUMBA DE RIMBAUD
II
PERDIDO EN BENARÉS
LOS SECRETOS DE CALCUTA
III
EN LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
EN TENERIFE
EL BAR PASTÍS
HOTEL BORGES
IV
LOS CAMINOS DEL JUDÍO ERRANTE
REQUIEM POR LOS LIBROS
EN LA CASA MOSCOVITA DE LEON TOLSTOI
V
MIRADAS DE GOYA
HOSTAL FERNANDEZ
VI
EL CASTILLO DE LAVAL
JUNTO A LA TUMBA DE CHATEAUBRIAND
NOTRE DAME EN LLAMAS
ALGARABÍA
VII
LA MUSICA DEL AGUA
CIERTOS PRESAGIOS
POLVOS DELIRANTES