samedi 8 mars 2014

LA ISLA DE LEPOLDO MARÍA PANERO

Por Eduardo García Aguilar
Hace unos años me encontraba en la isla Las Palmas de Gran Canaria, donde estuvo Cristóbal Colón antes de partir hacia América y por las noches recorría callejones antiguos poblados por fantasmas de viajeros que ahí se apertrechaban y realizaban sus últimos rezos previos a la aventura en ultramar.
En el casco viejo se siente la historia y al cruzar las plazoletas iluminadas por la luna se capta la paz de los aljibes nocturnos. Sobre la piedra de las calles deambulan espectros de agitados viajeros, monjes, escribanos, espadachines, conquistadores de metal. Y uno se sienta entonces en un banco de piedra para mirar de frente la modesta iglesia donde Colón y sus hombres solían asistir a los oficios religiosos antes de que las tres carabelas partieran raudas en 1492 y después en otros viajes en busca del Atlántico desconocido.
La iglesia de piedra estaba ahí antes del descubrimiento de América y los hombres que la visitaban entonces vivían en un mundo donde tales islas eran lo más lejano conocido hacia Occidente, como si estuvieran situadas al borde de un precipicio o cascada apocalíptica, lo que no deja de ser cierto, pues emergieron del fondo de las aguas gracias a la actividad de las placas tectónicas y son la punta visible de altísimas montañas sumergidas en el agua salada del océano.
De noche me internaba en viejas tabernas situadas en pétreas edificaciones de mil años y allí escuchaba la música andaluza de fusión o a veces la caribeña, porque los canarios poblaron Venezuela, Dominica y Cuba, creando vasos comunicantes que aun persisten. Los emigrantes aventureros convertidos décadas después en "indianos", como se les llamaba entonces, regresaban ricos a la Gran Canaria a pasar sus últimos años en la tierra de origen disfrutando de su plata.
También solia buscar los restaurantes de comida de mar, donde de noche disfrutaba deliciosos platos de pescado fresco en un ambiente de taberna y después de los vinos volvía a fatigar las callejuelas empredadas que desearía practicar otra vez. Pero eran solo paseos de la noche Canaria bajo la luna y las estrellas. Desde el Hotel, al lado del viejo Ateneo decimonónico, percibía la iluminación de esa plaza artística más moderna y en el bar restaurante del primer piso lleno de gente seguía con el vino y el bullicio. Vida de isleño en la confluencia de los mares.
El día lo dedicaba a la exploración de libros y otras calles modernas, lejos de la piedra antigua. Las Palmas de la Gran Canaria es la tierra de Benito Perez Galdós (1842-1920) y la Feria del libro que visitaba estaba dedicada a este personaje enorme, que es como una montaña de la literatura española e hispana en general, un realista hermano de Tolstoi, Dickens y Zola, escritor río que hacía política y escribía en los periódicos como era entonces de uso para todos los escribidores.
Una delicia recorrer esa feria Canaria volviendo a tocar los libros publicados en España, ediciones que nos acompañaron muy temprano y se reencuentran en los puestos de libros de ocasión que pululan en los laberintos de la fiesta librera. Pérez Galdós estaba en todas partes, padre y monumento de la isla.
En uno de esos lugares empecé a mirar al azar libros usado y encontré en una de las estanterías dos libros del poeta y narrador colombiano Nicolás Suescún, autor de Retorno a casa, uno de los grandes cuentos de
la narrativa colombiana. Y junto a esos libros de Suescún, otros de autores colombianos de su generación, como si se tratara de un pequeño islote colombiano entre el océano de libros hispanos recalados en las playas de la gran isla.
En esas estaba, con los libros de Suescún en mano, observando el precio, cuando un demente, alto, de rostro muy arrugado, pálido, devastado, desdentado, desarreglado y de mirada intensa y desquiciada se me acercó y me dijo, "no, no compre esos libros" y me llevó con él a una mesa donde tenía expuestos los suyos. ¿Me espiaba porque tal vez vendía él su biblioteca o la de su familia, llena de libros colombianos cuya posición en la estantería conocía?
Era Leopoldo María Panero (1948-2014), poeta que acaba de fallecer en la isla, donde se internó de manera voluntaria hace años en un establecimiento siquiátrico. Allí se sentía protegido de la civilización de los "normales", adultos con quien peleaba desde su adolescencia, excrecencias del viejo franquismo y probablemente mucho más peligrosos que los hermanos de Antonin Artaud.
Establecí con él un dialogo donde se refirió a que María Mercedes Carranza fue novia de su hermano y me contó otras historias íntimas de su relación con Colombia, conocida a través de su "cuñada". Y al final me convenció de comprarle su libro "Así se fundó Carnaby Street", que me dedicó con letra caótica de vampiro, al mismo tiempo que apuraba un cigarrillo sin filtro.
Hijo del viejo poeta y prohombre franquista Leopoldo Panero y hermano del poeta Juan Luis, Leopoldo María perteneció a una familia autoritaria afín al viejo caudillo, con la que estuvo relacionado el poeta colombiano Eduardo Carranza en sus tiempos de diplomático laureanista y que ha sido descrita en El desencanto, de Jaime Chávarri, documental de culto porque mostró la decadencia de una época, el fin de  un largo episodio nacional español.
De esa familia bien con muchos secretos en los escaparates falangista salió este muchacho frágil golpeado por años de drogadicción y sufrimiento y lucha sin tregua con el mundo repugnante donde nació.  Gran poeta elogiado por la crítica, al final seguía siendo el mismo muchacho destruido tal vez  por una familia y un país rancio oloroso a franquismo contra los que se rebeló.
"Asi se fundó Carnaby Street" está otra vez en mis manos y su autor ha muerto este 5 de marzo en ese hospital de Las Palmas de Gran Canaria donde se sintió seguro, mientras se convertia en un poeta clásico en vida. Muchos de sus textos impresionan porque son los de un poeta que sabe perderse por las encrucijadas y las cavernas más secretas, al otro lado de los acantilados y los precipicios llenos de líquen y musgo.
Su contemporáneo, el exquisito dandy Perre Gimferrer (1948), lo sabía, y aunque es lo más opuesto al maldito, lamenta y teme hoy tal vez su pérdida desde su altísima torre de marfil catalana. Y desde los manicomios y las torres de marfil del mundo, quienes leímos algunos de sus poemas y lo conocimos por fortuna en la esquina del tiempo, también lo despedimos porque fue un santo atormentado que habitó la poesía.





dimanche 2 mars 2014

DIEZ POEMAS COLOMBIANOS EN ÁRABE

Por Eduardo García Aguilar
El ministerio de Relaciones Exteriores y la Embajada de Colombia en Marruecos lanzaron en el XX Salón del Libro de Casablanca una bella edición de Diez poemas colombianos traducidos al árabe, editados de manera impecable por el Taller de Edición Roca, una selección elaborada por los poetas Juan Felipe Robledo y Catalina González y vertida a la lengua del desierto por Ahmad Yamani.
Centenares de ejemplares del bello libro fueron distribuidos entre los lectores marroquíes y africanos que acudieron en masa al encuentro librero y ante el público un muy buen lector marroquí recitó el más conocido poema de José Asunción Silva, Nocturno, que a veces parecía sonar mejor en aquella lengua que en el castellano original.
Bello gesto el de lanzar al viento una muestra de poesía colombiana en aquellos parajes que por milenios han sido reino de guerras y poesía, junto a encantados desiertos y oasis donde beduinos y sultanes solían apurar las largas horas de espera en las tiendas, dedicados a justas de versos, mientras tomaban té y descansaban los lánguidos camellos de Guillermo Valencia, ausente en esta ocasión al lado de Álvaro Mutis.
El libro, que por obvias razones no podía extenderse hasta el infinito, pues sabemos que en cada colombiano yace un poeta, incluye los poemas La Creación, de los Koguis; Afecto 45, de la Madre Castillo; De noche, de Rafael Pombo; el Nocturno de Silva; la Canción de la vida profunda, de Barba Jacob; el Relato de Sergio Stepansky, de León de Greiff; Llanura de Tuluá, de Fernando Charry Lara; Morada al Sur, de Aurelio Arturo; Raíz antigua, de Meira del Mar y el misterioso Canto del extranjero, de Giovanni Quessep.
Robledo y González volaron como cigüeñas tiernas y sabias sobre toda la poesía colombiana de medio milenio para escoger con tino estas obras imprescindibles de nueve poetas muertos y uno vivo y luego llevarlos desde sus nidos lejanos de Colombia a las extensiones infinitas del mundo árabe, presididas ellas por el silencio, los espejismos, la sed y las ventiscas de arena.
El XX Salón de libro de Casablanca es uno de los más importantes encuentros libreros del mundo, porque congrega en la metrópoli marroquí a escritores y editores de muchos países africanos, en especial del Oeste, que tienen lazos firmes y cada vez más crecientes con el reino magrebí.
Por los pasillos de la muy bien organizada exposición librera, dirigida por el poeta Hassan El Ouazzani, no solo se agolpaban familias enteras de casablanqueses en busca de libros infantiles o religiosos, sino visitantes de 52 países, gente de Malí, Níger, Nigeria, Camerún, Senegal, Costa de Marfil, Sudáfrica, Egipto, Argelia, Túnez, Somalia, Sudán, Libia, Israel, Siria, Irak, entre otros.
En ese ambiente milagroso y feliz dedicado a festejar el libro, cuando por todas partes se derrumban editoriales y librerías y son condenados a más y más soledad los escritores y con mayor razón los poetas, estos diez poemas colombianos comenzaron a circular en esa lengua incógnita para quienes la ignoramos, aunque sabemos que vive en muchas de nuestras expresiones. Y como era de esperarse, los fantasmas humanos de estos poetas colombianos comenzaron a manifestarse en mi memoria mientras resonaba el vigoroso cántico de los muecines desde la gigantesca mezquita Hassan II.
Se sentía el treno de Los Koguis sobrevivientes del exterminio practicado por los españoles y en su voz creacional los árabes perciben una versión lejana y posterior de El Corán, como me lo dijo un joven imán barbudo que tomó el libro y leyó para mí en árabe los primeros versos del poema indígena seleccionado y estableció de inmediato vasos comunicantes con el libro sagrado del Islam. Me pareció fascinante la experiencia con ese discípulo del profeta y pensé que el acto colombiano de publicar este libro y lanzarlo al aire en estas tierras sí tenía sentido.
Luego se manifestó la Madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara con ese bello poema místico y amoroso, titulado Afecto 45, que representa de manera indirecta los largos siglos de dominación colonial y católica en nuestras tierras y nos trae la voz desde esos conventos fríos de las altiplanicies donde se hallaban enclaustrados los religiosos hispanos y criollos lejos del mundanal ruido de los indios derrotados y los esclavos africanos inventores de la cumbia.
El siglo XIX está representado por el inefable Rafael Pombo, romántico que se hizo famoso al traducir poemas infantiles escritos originalmente por otros en lengua inglesa y que luego todos los colombianos aprendimos de memoria pensando que eran de él. Y a su lado, de nuevo el suicida Silva, enviado a París a realizar estudios comerciales, pero que al final vivió la bohemia parnasiana y simbolista y fracasó en su retorno a la patria. Y con ellos Porfirio Barba Jacob, exiliado y bohemio homosexual derrotado en México y Centroamérica, cuya obra dejó dispersa en diarios y revistas.
El siglo XX se lleva la mejor parte de esta bella antología: si antes los poetas fueron clérigos o monjas místicas, o gramáticos o malditos suicidas parnasianos y simbolistas, o libadores en calaveras como nuestro gran Julio Flórez, ahora llegaba el turno de los modestos abogados de corbatín y corbata como Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara, o del díscolo empleado de origen sueco León de Greiff, quienes caminaban bajo la lluvia por la séptima de Bogotá tras largas jornadas burocráticas, en busca del café "Automático" sin saber que la gloria ya estaba en ellos.
Al final figuran dos tiernos de ascendencia árabe. Meira del Mar, una de las grandes poetas mujeres colombianas al lado de Maruja Vieira, cuya voz es necesaria y debería recuperarse en un país de poetas varones y guerreros. Y Giovanni Quessep, cuyo Canto del extranjero es magistral.
Todos esos poetas se manifestaron en Casablanca y echaron a correr en árabe por medinas y avenidas, playas, montañas y desiertos gracias a un acto poético que Colombia debería repetir: lanzar al viento poesía y ficción en otras lenguas y en todas partes, en vez de gastar dinero en armas y politiquería.

Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 2 de fmarzo de 2014