vendredi 16 août 2013

CONVERSACIONES CON LORD BYRON


Por Eduardo García Aguilar
No estamos lejos de la era romántica, pese a que han pasado dos siglos. En estos días, en el antiquísimo Pasaje Vivienne, frente a la vieja Biblioteca Nacional y en el mismo lugar donde vivió Bolívar entre 1804 y 1806, un librero de cabello cano despeinado, especializado en mapas antiguos, ofrecía a precios irrisorios libros recién rescatados de los sótanos o las buhardillas de su tienda, mientras se realizaban trabajos en su negocio.
Ofrecía para desembarazarse y abrir espacio ediciones de los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX a sólo dos euros cada una a los curiosos que cruzamos por ahí hacia las librerías de viejo más antiguas de la ciudad sobrevivientes en manos de sus lejanos herederos.
Entre los volúmenes encontré una bella edición ilustrada de Hojas de Hierba de Walt Withman con prólogo de Carl Sandburg y, para mi sorpresa, un pequeño volumen doble encuadernado de 1827 que incluye las Conversaciones de Lord Byron (1788-1924) con el capitán Thomas Medwin y parte de su correspondencia.
El volumen pertenece a las obras completas publicadas por Ladvocat y Delangle Hermanos, en la traducción en boga de Amédée Pichot, quien contribuyó con esmero a la difusión del romántico inglés en Europa, donde la lengua francesa era la predominante.
Adherida al libro hay una hoja escrita con aplicada letra caligráfica en pluma de ganso que dice « Byron Conversaciones 2 » y de repente me doy cuenta que en volúmenes idénticos, hermanos de esa edición canónica, los románticos franceses y europeos leyeron al mítico Lord. O sea que el libro que tengo en mis manos es uno de los que circularon en esa época y leyeron Nerval o Victor Hugo y ahora lo puedo llevar a casa por dos euros.
El hombre me dice que puedo llevarme 7 libros por diez euros si quiero, pero no tengo tiempo en medio de la helada que cubre a la ciudad este febrero, para sentarme a revisar el túmulo de libros que yace en el suelo de la galería cartográfica. Me contento pues por ahora con llevarme el volumen de Withman, la edición de Byron y, al azar, una edición hecha en Brujas de La conquista de Contantinopla, escrita por un cruzado del siglo XII.
Muchas de las obras de los poetas románticos son hoy difícilmente accesibles a nuestro gusto e incluso la misma obra de Byron, Childe Harold o Don Juan, ha tomado ciertos golpes del tiempo, pero las Conversaciones con Medwin es un libro sincero que nos entrega una imagen real del héroe muerto en Missolonghi, Grecia.
Como en el caso del famoso libro de Peru Lacroix sobre Bolívar, donde vemos a la leyenda en su vida cotidiana en Bucaramanga, con Medwin accedemos a un Byron de carne y hueso, descrito con lujo de detalles cuando disfrutaba de uno de esos momentos de errancia por Italia, en su aspecto físico, agradable trato, extremada inteligencia, memoria excepcional, rencores y fragilidad sentimental.
Como tantos aristócratas románticos de la época se desplazaba por el continente con una caravana de carrozas cargadas con su biblioteca, muebles, objetos personales y cuando se detenía en algún lugar lo vemos en su cotidianidad atormentada, atraído por alguna bella, quejándose de la incomprensión de los suyos o doliéndose del fracaso de su vida matrimonial, sus líos financieros y la ausencia de su hija.
Se trata, como casi todos los románticos, de seres rebeldes, maniaco-depresivos y megalómanos, imbuidos como era de rigor por la búsqueda de la gloria y la necesidad de hacer proezas militares y literarias capaces de subirlos al trono de mármol de la posteridad.
Su vida de famoso transcurre de ciudad en ciudad y de país en país abierta a las costumbres y bellezas paisajísticas y arquitectónicas que pueden ser observadas con tiempo a diferencia de los impertinentes turistas que ya existían entonces y viajaban coleccionando instantes sin tener tiempo para digerirlos.
Byron, Keats, Coleridge, Shelley, Nerval, Hugo, Novalis, Goethe, Holderlin, Von Kleist. La mayoría son letrados ricos de las tierras frías que bajan hacia los climas más benévolos del Mediterráneo en busca de ruinas romanas, vestigios renacentistas, sensualidad latina y el espiritu jugetón y hedonista de las poblaciones marcadas por el sol.
En cada lugar encuentran interlocutores ilustrados y ricos con quienes realizan veladas inolvidables, en medio de las delicias culinarias y la degustación de vinos regionales, al calor de los cuales discuten sobre los rumbos políticos del continente y del mundo y hablan de las obras literarias del pasado y las intrigas de la literatura actual. Todos ellos son hipersensibles, se involucran en batallas perdidas y mueren en el campo de batalla como él, en duelos, o ahorcados como Nerval.
Es difícil definir a ese movimiento que nace, muere y renace al vaivén de las generaciones. Robert Kanters dice que «parecido en toda Europa y sin embargo proteiforme, el romanticismo desanima la definición porque hay en él una mezcla de actitud literaria y espiritual». Es « la reacción y la revancha de la totalidad del hombre contra la tiranía de uno de sus componentes », o sea que sería la venganza del sentimiento frente al auge de la racionalidad o de la máquina. En ese sentido el movimiento pop de los 60, el rock, el arte moderno y mayo de 1968, serían un avatar moderno del romanticismo.
De todos los temas discute Byron con su amigo el capitán y a través de esta versión deliciosa, carente de énfasis o adornos inútiles, tenemos la impresión de estar muy cerca de él y sentir que en estos tiempos de protestas pacíficas mundiales contra los poderes globalizados se está alzando una nueva era romántica contra el poder del dinero, la técnica y las armas.

jeudi 15 août 2013

EDUARDO CARRANZA O EL SÚBITO GALOPE DE LOS ALAZANES FUNERARIOS

Por Eduardo García Aguilar*


Los amigos de periodizaciones históricas encontrarían gran dificultad para situar a Eduardo Carranza en el panorama de las letras colombianas y latinoamericanas. Si fuera exacta la idea de que un movimiento sigue a otro por obra y gracia de un proceso evolucionista, la poesía, que es tal vez la forma más profunda y luminosa del conocimiento humano, perdería el carácter intemporal que hace de ella un relámpago sobre los siglos. En un Olimpo secreto y deliciosamente anacrónico, se reúnen los poetas y no encuentran dificultad para entenderse, por una razón muy simple : conocen la esencia de las cosas, o al menos perciben la imposibilidad de conocerla. Siempre, a través de los siglos, por encima de las guerras y de las catástrofes, el género humano producirá esos extraños seres que buscan detener lo imposible con palabras. El día en que en este mundo ya no haya luz y todo semeje una enorme caverna, habrá un solitario que cantará a los musgos, a la humanidad, a la tiniebla. Y ese canto, aunque es único, tiene la misma fuerza e idéntica liviandad en los tiempos de Propercio, de Joachim du Bellay o del poeta futuro.
Eduardo Carranza, que nació en 1913 en los extensos llanos orientales de Colombia, habría tenido que cantar a los aviones o a las bombas atómicas, si fuera cierto que las minucias del tiempo debieran reflejarse en el poema. Tal poesía cataloga objetos que se acaban y desedeña al hombre, sin saber que las ideas pasan y los hombres quedan, con sus paisajes y nostalgias, sus desdichas y triunfos. La voz de un poeta, aún la de aquellos desconocidos y secretos, es siempre una ventana que se abre a ciudades lejanas cuyas cúpulas tienen un brillo proporcional a la entrega de quien la pronuncia. En un poema de Carranza, dedicado a un gran poeta místico de Colombia que murió loco y siempre viajó a contracorriente, « Cantata en honor de Antonio Llanos », el poeta nos dice :

El día como un rojo gavilán
Volaba entre palmeras y cruzaba
Una venada blanca con su cinta
Azul. La juventud con una brasa
O un lucero en la mano atravesaba
Entre doncellas como una floresta
O una isla de árboles frutales.
«Lo que una vez ha sido será siempre ! »
Somos memoria solamente, tiempo
Con pisadas de música, de lluvia,
Como en tu poesía, maestro mío.
A veces a las playas del insomnio,
Vuelvo a encontrar los ángeles de entonces,
Las voces por los tiempos sepultadas
Los besos por el tiempo apenumbrados,
Los pasos que llevan al amor
Cubiertos de silencio y de nostalgia.
Y oigo latir el corazón del tiempo
Y el rumor submarino del pasado.
Oigo los sueños que suspiran y oigo
La luna andando, entre palmeras, sola.


Carranza publicó en 1936 « Canciones para iniciar una fiesta », convirtiéndose en el portaestandarte del « piedracielismo », movimiento poético que se reclamaba del mundo de Juan Ramón Jiménez. Era entonces un muchacho de 23 o 24 años. En ediciones delgadas, fakirescas, los piedracielistas Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper provocaron un escándalo en Colombia, no porque se dedicaran a asustar señoras sino porque retornaban a la voz de Garcilaso, buscaban en un mundo ideal los ritmos de una poesía que la ciencia, el progreso y la academia habían convertido en un horroroso lánguido camello de papier maché para opereta. Carranza y los piedracielistas hicieron una pequeña revolución en Bogotá al desnudarse lentamente y caminar flotando por la altiva floresta de nísperos y guamos. Un señor, muy piernijunto él, don Juan Lozano y Lozano, llegó a decir de ese movimiento que « en todo aquel galimatías de confusión palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. Para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en el horizonte de la nacionalidad ».
Esa patria, esa nacionalidad, es para Carranza a veces « un deseo de llorar y a veces un deseo de cantar ». En las primeras obras del poeta los poemas no pesan y pareciera que se vuelan de la página para dejarla en blanco. Su mundo son olores, perfumes, aromas, sueños, jardines. Por lo que espíritus pesados que llevan siempre un ancla herrumbrosa como corazón , no podían ni podrán comprender esta poesía hedónica.
En los poemas de « El olvidado » (1948-1954), por ejemplo, dice « La primavera con sus largas piernas, / huía riendo como una muchacha » o « la llama blanca de un jazmín ardía » o « crecen, a veces, cuando estás dormida/ a través de tus sueños los jardines » o « El silencio dobla la esquina de tu calle » o « Una barca desciende, paralela,/ llena de flores, rumbo a la mañana » o « Se abren las puertas de la lluvia,/ y en algo entramos tan hermoso/ como una casa de aire y flores ».
Estos versos sacudieron la poesía de ese país sudamericano. Hasta ellos y poco antes de aparecer el recatado y maravilloso Aurelio Arturo, autor de Morada al sur, la poesía era una inmensa réplica de basílicas de cartón sobre las que cada día los cultores seudo grecolatinos del país, como Guillermo Valencia y otros menores discípulos suyos, colocaban con énfasis cada vez más asfixiante estatuas de cemento, cruces de acero, madonas de plástico, camellos de elásticas cervices, hermafroditas dormidos. Los poetas de entonces, con la excepción de Silva, el extraterrestre, terminaban por tradición de politiqueros en el « honorable » Senado de la República. La poesía era para ellos una variante del discurso, una forma menor de la arenga. Enfundados en sus lustrosas levitas, con sus sombreros chaplinescos y sus cuellos almidonados, los que tuvieron la desgracia de vivir en esos años, se alumbraban con cirios para escribir poemas sobre ataúdes de cedro. Como una corbata de plomo, el incienso se colgó de los versos para ahogarlos. Los de la Gruta Simbólica, todos ellos malditos, surgieron a finales del XIX para convertirse en la otra cara, mucho más lúgubre aún, de ese ejercicio que los piedracielistas vinieron a airear. En el desván de la poesía colombiana encontraron los fémures tallados y las pelvis con telarañas de Julio Flórez. Después de limpiar, quedaron flores, jardines, muchachas, cabelleras al aire, jugadoras semidesnudas de tenis, observadas con deseo, y eso era, de verdad, un peligro mortal para la patria, según don Juan Lozano y Lozano.

Escuchemos « Cantando en la lejanía » :


Crecen las flores hacia tus pestañas.
Te rodea la música lo mismo
Que a las islas el canto de la espuma,
Tu frente pura se deshoja en nubes
De silencio, de gracia, de nostalgia.
Como esa estela de flotantes nubes
Que sigue el curso de los grandes ríos,
Alta, celeste, vas sobre mi sangre.
Y en sus márgenes eres como una
Blanca floresta de alas y de sueños.
La mañana se acerca de puntillas
Como una doncella de rocío
En tu ventana y en tu voz aprende.
La tarde apoya su dorada frente
En tus cristales. Tu piensas la tarde.
Los ríos llevan hacia el mar su imagen
Que ha de brillar en los futuros nácares.
Qué invisible Pompeya de ademanes
Y de imágenes tuyas en el aire :
Por ella va mi alma, ojos absortos !



Antes de que las sombras del fin vinieran a perturbarlo para producir la eterna Epístola mortal, Carranza siguió cultivando con rebeldía una llama de alegría y de conciliación con la naturaleza como en « Se Canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha » o los sonetos de « Azul de ti », cuyos solos nombres indican su materia : « Alazul », « Muchacha como isla », « Soneto atravesado por un río », « María con un jazmín de lágrimas », « Espacio de mi voz », « Soneto asomado a la ventana » o « El poeta se despide de las muchachas ».
El poeta todavía está en el medio del camino de la vida y nada lo turba como una piel o unas manos, un aliento o una cabellera, una seda, un seno, unos ojos, un perfume. Este conjunto de textos gratos, que parecieron contradecir el sino trágico del desdichado, están, sin embargo, cruzados por un río siniestro. Detrás de lo más bello y puro, junto a las azules ventanas de un mundo imaginario, los demonios acechan y se ríen. En la blancura angelical de los sonetos, ciertas caries fatídicas son apenas cubiertas por el marfil de una felicidad que siempre trae su carga de desgracia. En estos versos de Carranza, el lúcido lector descubre tras el paraíso, los túneles, las cavernas, el ruido incontenible del detritus, el galope súbito de ciertos alazanes funerarios. Tanta belleza semeja el rostro florecido de una doncella muerta.


En « Los pasos cantados », dice :


… Bueno es a veces detenerse un poco
en medio del camino de la vida,
y mirar, a lo lejos, como absortos.
Vamos desde el recuerdo a la esperanza
Por el puente instantáneo del presente ;
Del ayer al mañana caminamos,
Unidos por el aire y por las flores.
Vamos pisando como un tenue prado
Ese niño que fuimos, caminamos
Pisando como un suelo de jardín
Enardecido, ese adolescente
Con su traje sonámbulo de besos
que también fuimos cuando Dios quería.
Como tierra mezclada con el cielo
Vamos pisando al joven de los sueños,
De los sueños,
De los sueños, de los sueños, de los sueños…


De ahí para adelante Carranza tratará de rescatar al niño ; y toda su poesía, que se carga de soledades, extranjeros y violetas, cantará la nostalgia de su mundo. Mientras la terrible antropolatría atea, con su carroza de ciencias y de técnicas, trataba encontrar razones para la sinrazón, Carranza seguía cabalgando en un corcel de niño. No estaba equivocado. El poeta, el verdadero instrumento de la palabra, es un niño eterno que ve morir su cuerpo, y celebra como un emperador el incendio de la propia ciudad de sus ensueños. La poesía es la perversa voz de los niños, una voz hermosísima y terrible. Es el ángel de Rilke que dicta tras la puerta. La gran tragedia de Carranza y de todos los seres humanos, es tener conciencia de haber sido infantes. La nostalgia de su voz, el recuerdo punzante de su contacto con la tierra y con el bosque, la memoria de un nido de pájaros destruido al azar, el sueño de una carretera polvorienta, son sólo algunas de las punzadas que nos hieren día a día. La juventud, que debería ser dicha, carga la sombra inatajable de su fin y una lágrima del tamaño del mundo nos inunda y ahoga. En el poema « El nino del retrato », dice el poeta :


Entre cuantos he sido me perturba,
Más que ninguno otro aquel
De la barca : vestido marinero
La frente que ya todo lo soñaba
Y ojos desamparados.
Y a veces me desvelo imaginando
Como tocar podré esa mano mía ,
Como podré volver a esa mirada
Donde volaban visionarios ángeles
Hacia mi ahora :
Donde los días caminan en silencio
Hacia el secreto adolescente triste
Y el joven victorioso en su relámpago
Y el que su vida atravesó, jinete
En rojo potro.
Me hago el dormido a veces esperando
Despertar a ese niño del retrato
Que duerme por los siglos de los siglos
-y en el fondo del tiempo y de mi vida –
y que ya te miraba.


Después, en Epístola mortal, que es uno de los poemas más logrados de su obra, Carranza se rebela contra la muerte. El gran poeta Propercio, furioso hace dos milenios porque Cinthya lo engañaba y se negaba a ser suya, desdeñando su amor, la poseyó para siempre en la eternidad del poema. Usando el poder que le confiere este arte maravilloso, la hace prisionera suya para siempre. De igual forma Carranza conjuró su fin en esta Epístola, que comienza diciendo :


Miro un retrato : todos están muertos;
Poetas que adoró mi adolescencia
Ojeo un álbum familiar y pasan
Trajes y sombras y perfumes muertos.
(Desangrados de azul yacen mis sueños)


Carranza pasa revista a su vida e invoca a los amigos, a las novias, a los paisajes, para decirnos que « somos antepasados de otros muertos » y que sólo esperamos « el tiro de gracia ». Esa verdad terrible aparece en todo su esplendor, y Carranza no tiene compasión para hacer sonar las trompetas del juicio. Este largo poema es totalmente disitinto del tono de su obra. Parece un dictado texto de la noche. El fruto de una ebriedad sobrenatural, la prueba de que el poeta es un elegido, un ser dotado de ciertos sentidos secretos. Si la poesía es una terrible enfermedad, Epistola mortal es el síntoma más notorio de que el virus glorioso ya domina su genio. Es la hora del llamado y el poeta que ya habló con los abismos cóncavos nos dice la verdad. Cada uno de los versos de este poema está dotado de una fuerza devastadora y quien lo lee no puede evitar estremecerse. La vista del funesto alegórico pudo haberlo acodado a esa revelación :


Las niñas de Primera comunión
De cuyas manos vuela una paloma,
Las blancas novias que arden en su hoguera,
Días y bailes, reyes destinados
Y coronas caídas en el polvo,
La manzana y el cámbulo, el turpial,
El tigre, la venada, los pescados,
El rocío, mi sombra, estas palabras :
Todo muriò mañana ! Ya está muerto.
El polvo es nuestra cara verdadera



Eso nos indica que Eduardo Carranza si está vivo y anda hoy entre nosotros.

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* Ensayo publicado en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica en México D. F., en 1984, con motivo de la publicación de su obra en esa casa editora.