lundi 24 novembre 2014

LA ALEGRÍA DE LEER A EVODIO ESCALANTE

Por Eduardo García Aguilar
Acabo de terminar un excelente libro de ensayos sobre Octavio Paz, de Evodio Escalante (1946), uno de los pensadores más originales y eruditos de México, quien ha mantenido vivo el espíritu de la crítica en ese país.
En Las sendas perdidas de Octavio Paz, publicado por la Universidad Autónoma Metropolitana y Ediciones Sin Nombre en 2013, establece un diálogo con el gran poeta y ensayista que obtuvo el Premio Nobel en 1990, a lo largo de siete ensayos minuciosos donde no solo muestra el conocimiento profundo de la cultura mexicana, latinoamericana y universal, sino de filosofía y filología, lo que le permite conversar de tú a tú con el irascible maestro de los mexicanos (1914-1998), cuya obra enorme y brillante nos impresiona a comienzos del siglo XXI.
Este año se celebra el centenario de Octavio Paz, quien nació en pleno tiempo de la Revolución Mexicana, y tuvo como tantos otros que vivir en carne propia los efectos de la violencia. Su padre fue un rebelde zapatista que dejó su rango familiar para aliarse con los revolucionarios y murió arrasado por un tren en el norte de México, lugar hasta donde el joven Paz va con su madre para recuperar el cadáver despedazado. Durante ese largo viaje en busca del cuerpo del padre, el casi niño Paz ve a lo largo del camino, mientras avanza el tren hacia el norte, muchos hombres colgados en los árboles y los postes.
Desde muy temprano Paz se entrega a la literatura, pero en sus años juveniles ejerce una poesía comprometida que lo lleva a conocer a Pablo Neruda (1904-1973), convertirse en su discípulo y a viajar a España invitado por el autor del Canto General a un congreso de republicanos que luchaban contra los avances de la derecha franquista. Entonces solo tenía 23 años y ya había experimentado en el sur de México, en Yucatán, las tareas del compromiso social con los campesinos de su país. Al regresar a México, efectúa su primera ruptura con ese maestro, lo que cuenta y analiza con lujo de detalles Evodio Escalante, en uno de los episodios más importantes de este libro.
Escalante también analiza varias rupturas, ingratitudes y reconciliaciones claves del autor del laberinto de la Soledad y Libertad bajo palabra, entre otros libros. La primera es la ruptura secreta de Paz con su mentor mexicano, el gran maestro Alfonso Reyes (1889-1959), quien lo animó en su primeros pasos y le abrió con generosidad el camino para publicar sus obras y obtener un sólido reconocimiento. La ingratitud de Paz con el generoso maestro, que estuvo a punto de obtener el Premio Nobel y fue en cierta forma el Octavio Paz de su época y un protéico autor de miles de escritos fundamentales como El deslinde e Ifigenia Cruel, llegó hasta el extremo de tratar de excluirlo de la antología Poesía en Movimiento que publicó en su momento el Fondo de Cultura Económica, bajo la dirección del infatigable Paz, entonces diplomático en Oriente.
Evodio Escalante cuenta en detalle la historia de esa lucha interior con el maestro Reyes, a quien también quiso matar como a Neruda para poder eclosionar como autor original, y rastrea con exactitud las huellas innegables que la obra del viejo dejó en el joven Paz y que él trata por todos los medios de ocultar, como ocultó a su vez la utilización de los conceptos filosóficos de Martin Heidegger, de los que ya tenían conocimiento autores mexicanos anteriores a Paz en México, pero que el Nobel usa muchas veces sin citar en El arco y la lira.
También nos introduce en la primera repulsión paciana de los surrealistas, a quienes detesta inicialmente por escapistas y la posterior alianza con los mismos, al encontrar en ellos en París una actitud subversiva que lo marcó, pues para él sería más importante la rebelión como acto demoledor inconsciente y onírico, que los propios frutos literarios surgidos de la misma.
Otro aspecto importante del libro de Evodio Escalante es el estudio de la relación de Paz con la gran generación de Los Contemporáneos, a la que pertenecieron brillantes personajes de otra generación anterior mexicana, como Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, a quienes también Octavio Paz debe muchos de sus primeros impulsos y preocupaciones, lo que dejó registrado en varios ensayos.
Es una delicia seguir a Escalante en este diálogo de admiración y crítica que nos lleva hasta el estudio riguroso de su obra poética, los vasos comunicantes de la misma con la mexicanidad prehispánica y las temáticas orientalistas, así como con las rupturas modernas. Octavio Paz, ya consagrado y seguro de haber escrito una obra magna, avanza en sus rupturas y experimentaciones iniciadas desde los primeros poemas comprometidos de Raíz del Hombre y la Estación violenta, hasta la cumbre de Piedra de sol y los experimentos colectivos de Renga o ya de manera personal, en Pasado en claro y en Árbol adentro, que sus lectores disfrutamos hoy como nunca.
Lo bueno de este libro es que hablamos, nos peleamos y nos reconciliamos con el maestro Paz, pero a la vez descubrimos la prosa maravillosa de Evodio Escalante, una delicia de escritura donde no hay una sola línea que no esté al filo de la navaja, alerta, inteligente, irónica, que abre siempre puertas y nos mantiene insomnes a través de la lectura.
Sin duda Octavio Paz hubiera gozado la lectura del libro de este inquieto heredero que se alza a su rango en materia de crítica literaria y habla de tú a tú con él. Escalante es no solo gran lector, gran escritor, sino también músico y amante de jazz, o sea un renacentista contemporáneo de los que solo produce un gran país como México, el hermano mayor de hispanoamérica, tierra donde los autores dialogan en permanencia con sus mayores, no solo escrutando y salvando sus obras, sino cotejando ideas y conceptos para que el molino de la palabra siga girando en medio de la batalla quijotesca de la literatura.
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Publicado el domingo 23 de noviembre en La Patria. Manizales. Colombia
http://www.lapatria.com/columnas/72/alegria-de-leer-evodio-escalante  

mercredi 5 novembre 2014

LAS NOCHES PARISINAS DE TABLADA

Por Eduardo García Aguilar
José Juan Tablada (1871-1945) es uno de los escritores mexicanos más fascinantes, ya que no sólo dejó una obra poética original sino que escribió miles de artículos y crónicas como solían hacerlo sus infatigables compañeros modernistas latinoamericanos en periódicos y revistas del continente.
La vida le deparó desde temprano viajes que lo ligaron a otras culturas como la de Japón, que visitó en 1900, Francia, donde estuvo entre 1911 y 1912, y Estados Unidos, donde vivió parte de su vida y murió este devorador de todas las cosas. En esos países se nutrió de ámbitos extraños que perfeccionaron su visión del mundo y dieron aliento a su poesía para sacarla de la retórica ambiente y proyectarla a una permanente juventud y experimentación.
En Nueva York fue uno de los centros magnéticos de la cultura latinoamericana, pues en esa metrópoli insomne tuvo acceso a todo tipo de sensaciones que alimentaron su desaforada dispersión intelectual. Pero venía de la capital mexicana, de la que siempre hablaba con nostalgia al escribir sus crónicas desde el extranjero, afectado por las noticias de la devastación provocada por los conflictos sociales y la Revolución, que llevaron a la caída del dictador Porfirio Díaz.
Como todos los modernsitas, Tablada tuvo su París y nada más curioso que leer ahora la edición original de las crónicas parisinas Los días y las noches de París, (Viuda de Ch. Bouret. México. 1918. 214 páginas), que adquirí en un acto tabladiano hace tres años en la Librería Madero, donde el poeta, con ojo avisado, nos relata los instantes vividos en la ciudad, considerada entonces la luminosa capital artística del mundo.
Relatada desde del otoño de 1911 a la primavera de 1912 en arbitrarias acuarelas que enviaba a la Revista de Revistas o en cartas y pedazos de diario donde contaba lo que veía, París se nos antoja allí mucho más cercano de lo que insinuaría el paso certero de un siglo.
Solemos los contemporáneos del siglo XXI creer que nuestros antepasados vivían un mundo atrasadísimo e ingenuo y pensamos que la supuesta modernidad desbocada de hoy es única y original. Pero basta revisar estas crónicas, que también fueron editadas por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1988, para darnos cuenta que París ha cambiado muy poco y que sus descripciones no difieren mucho de las que hiciera un cronista latinoamericano de hoy.
Por supuesto que ahora hay muchas comodidades impensables para aquella época como los celulares, la TV, los jets, las computadoras e Internet, que muchas enfermedades están controladas y otras nuevas como el sida han surgido, pero la pobreza y la soledad, la miseria y el olvido reinan igual que entonces al lado del derroche de los privilegiados en los mismos barrios y bulevares.Los malevos descritos en su crónica Fantasmas de apaches por Tablada, quien presencia un crimen cinematográfico desde un tranvía, siguen tan presentes como antes, y en los mismos lugares de hace cien años los dandys de hoy van a tenis a Roland Garros y a las carreras de caballos de Auteuil, mientras viciosos, dealers, prostitutas, gigolós, drogadictos y ladrones pululan en Montmarte, Pigalle, Bastille o Montparnasse con idéntica intensidad que a comienzos del siglo XX.
Cuando describe a los jóvenes artistas bohemios latinoamericanos que se hacinaban en buhardillas de nueve metros cuadrados para fumar, beber y copular en medio de la tuberculosis y la sífilis, lejos de su tierra, parece retratar a los jóvenes extranjeros y provincianos franceses actuales que hacen su París y pasan dificultades similares que sus ancestros de hace un siglo.
En la carta crónica Los luchadores vencidos, Tablada lamenta el estado del joven pintor mexicano Juan Mora que está flaco y abatido, afectado por la tisis en una buhardilla de la rue Monge, lejos de su madre lejana, pero rodeado de dos mexicanos, un artista colombiano y una pelirroja, que se reúnen para verlo mientras beben y comen charcutería y queso sobre un periódico, por lo que exclama "¡Ah, ese París, lo que le confiamos y lo que nos devuelve!".
Con Tablada descubrimos a Diego Rivera que vive en Montparnasse con Angelina Beloff, visitamos la tumba del pintor Julio Ruelas sepultado en el cementerio de Montparnasse antes de que allí se instalara también para siempre Porfirio Díaz. Y lamenta la muerte prematura de ese artista que reposa bajo la bella escultura de una hembra de mármol. Y como hoy se hace en los salones de la FIAC o en el Salón de Otoño, visitó la obra de los pintores del mundo expuestos en el Grand Palais para destacar allí el éxito del mexicano Ángel Zárraga y observar con menos entusiasmo lo expuesto por Diego Rivera y el Doctor Atl.
Y vemos a la Bella Otero o a Mistinguette actuando en los cabarets, o a la sáfica Colette en el teatro, visitamos las mismas viejas librerías y galerías del muelle Voltaire o las callejuelas de Saint Germain, Le Marais o Palais Royal, atendidas ahora por los descendientes, así como los antros de prostitutas, cabarets, bares y comederos de siempre, algunos de los cuales como Chartier, Bollinger o Polydor siguen ahí sin mucho cambio.
Tablada dedica una emocionada crónica al gran poeta argentino modernista Leopoldo Lugones, a quien visitó en su casa de Passy y con quien tuvo la fortuna de ser amigo. Así como hace décadas los latinoamericanos saludaban al superparisino Julio Cortázar, el de Rayuela, Lugones fue el gran escritor que conmovió con su sencillez a un admirativo Tablada.
Tablada vivía en una casa de estilo japonés en Coyoacán, saqueda según la leyenda por los revolucionarios. Ausente en París, se lamenta de los colgados y los fusilados dejados por la violencia en su país y que aparecen en las noticias de la prensa francesa, así como hoy se lamentaría de los ejecutados, decapatidos y deslenguados que en el México actual.
O sea que si el poeta volviera hoy a visitar la tumba de Ruelas en Montparnasse o caminara de nuevo por Campos Elíseos, Montparnasse o Bastille, comprendería que el actual mundo de guerras, atentados y crisis financieras no es menos bárbaro ni menos genial que el descrito por él hace un siglo con su escritura ágil y desordenada de lúcido viajero.

samedi 8 mars 2014

LA ISLA DE LEPOLDO MARÍA PANERO

Por Eduardo García Aguilar
Hace unos años me encontraba en la isla Las Palmas de Gran Canaria, donde estuvo Cristóbal Colón antes de partir hacia América y por las noches recorría callejones antiguos poblados por fantasmas de viajeros que ahí se apertrechaban y realizaban sus últimos rezos previos a la aventura en ultramar.
En el casco viejo se siente la historia y al cruzar las plazoletas iluminadas por la luna se capta la paz de los aljibes nocturnos. Sobre la piedra de las calles deambulan espectros de agitados viajeros, monjes, escribanos, espadachines, conquistadores de metal. Y uno se sienta entonces en un banco de piedra para mirar de frente la modesta iglesia donde Colón y sus hombres solían asistir a los oficios religiosos antes de que las tres carabelas partieran raudas en 1492 y después en otros viajes en busca del Atlántico desconocido.
La iglesia de piedra estaba ahí antes del descubrimiento de América y los hombres que la visitaban entonces vivían en un mundo donde tales islas eran lo más lejano conocido hacia Occidente, como si estuvieran situadas al borde de un precipicio o cascada apocalíptica, lo que no deja de ser cierto, pues emergieron del fondo de las aguas gracias a la actividad de las placas tectónicas y son la punta visible de altísimas montañas sumergidas en el agua salada del océano.
De noche me internaba en viejas tabernas situadas en pétreas edificaciones de mil años y allí escuchaba la música andaluza de fusión o a veces la caribeña, porque los canarios poblaron Venezuela, Dominica y Cuba, creando vasos comunicantes que aun persisten. Los emigrantes aventureros convertidos décadas después en "indianos", como se les llamaba entonces, regresaban ricos a la Gran Canaria a pasar sus últimos años en la tierra de origen disfrutando de su plata.
También solia buscar los restaurantes de comida de mar, donde de noche disfrutaba deliciosos platos de pescado fresco en un ambiente de taberna y después de los vinos volvía a fatigar las callejuelas empredadas que desearía practicar otra vez. Pero eran solo paseos de la noche Canaria bajo la luna y las estrellas. Desde el Hotel, al lado del viejo Ateneo decimonónico, percibía la iluminación de esa plaza artística más moderna y en el bar restaurante del primer piso lleno de gente seguía con el vino y el bullicio. Vida de isleño en la confluencia de los mares.
El día lo dedicaba a la exploración de libros y otras calles modernas, lejos de la piedra antigua. Las Palmas de la Gran Canaria es la tierra de Benito Perez Galdós (1842-1920) y la Feria del libro que visitaba estaba dedicada a este personaje enorme, que es como una montaña de la literatura española e hispana en general, un realista hermano de Tolstoi, Dickens y Zola, escritor río que hacía política y escribía en los periódicos como era entonces de uso para todos los escribidores.
Una delicia recorrer esa feria Canaria volviendo a tocar los libros publicados en España, ediciones que nos acompañaron muy temprano y se reencuentran en los puestos de libros de ocasión que pululan en los laberintos de la fiesta librera. Pérez Galdós estaba en todas partes, padre y monumento de la isla.
En uno de esos lugares empecé a mirar al azar libros usado y encontré en una de las estanterías dos libros del poeta y narrador colombiano Nicolás Suescún, autor de Retorno a casa, uno de los grandes cuentos de
la narrativa colombiana. Y junto a esos libros de Suescún, otros de autores colombianos de su generación, como si se tratara de un pequeño islote colombiano entre el océano de libros hispanos recalados en las playas de la gran isla.
En esas estaba, con los libros de Suescún en mano, observando el precio, cuando un demente, alto, de rostro muy arrugado, pálido, devastado, desdentado, desarreglado y de mirada intensa y desquiciada se me acercó y me dijo, "no, no compre esos libros" y me llevó con él a una mesa donde tenía expuestos los suyos. ¿Me espiaba porque tal vez vendía él su biblioteca o la de su familia, llena de libros colombianos cuya posición en la estantería conocía?
Era Leopoldo María Panero (1948-2014), poeta que acaba de fallecer en la isla, donde se internó de manera voluntaria hace años en un establecimiento siquiátrico. Allí se sentía protegido de la civilización de los "normales", adultos con quien peleaba desde su adolescencia, excrecencias del viejo franquismo y probablemente mucho más peligrosos que los hermanos de Antonin Artaud.
Establecí con él un dialogo donde se refirió a que María Mercedes Carranza fue novia de su hermano y me contó otras historias íntimas de su relación con Colombia, conocida a través de su "cuñada". Y al final me convenció de comprarle su libro "Así se fundó Carnaby Street", que me dedicó con letra caótica de vampiro, al mismo tiempo que apuraba un cigarrillo sin filtro.
Hijo del viejo poeta y prohombre franquista Leopoldo Panero y hermano del poeta Juan Luis, Leopoldo María perteneció a una familia autoritaria afín al viejo caudillo, con la que estuvo relacionado el poeta colombiano Eduardo Carranza en sus tiempos de diplomático laureanista y que ha sido descrita en El desencanto, de Jaime Chávarri, documental de culto porque mostró la decadencia de una época, el fin de  un largo episodio nacional español.
De esa familia bien con muchos secretos en los escaparates falangista salió este muchacho frágil golpeado por años de drogadicción y sufrimiento y lucha sin tregua con el mundo repugnante donde nació.  Gran poeta elogiado por la crítica, al final seguía siendo el mismo muchacho destruido tal vez  por una familia y un país rancio oloroso a franquismo contra los que se rebeló.
"Asi se fundó Carnaby Street" está otra vez en mis manos y su autor ha muerto este 5 de marzo en ese hospital de Las Palmas de Gran Canaria donde se sintió seguro, mientras se convertia en un poeta clásico en vida. Muchos de sus textos impresionan porque son los de un poeta que sabe perderse por las encrucijadas y las cavernas más secretas, al otro lado de los acantilados y los precipicios llenos de líquen y musgo.
Su contemporáneo, el exquisito dandy Perre Gimferrer (1948), lo sabía, y aunque es lo más opuesto al maldito, lamenta y teme hoy tal vez su pérdida desde su altísima torre de marfil catalana. Y desde los manicomios y las torres de marfil del mundo, quienes leímos algunos de sus poemas y lo conocimos por fortuna en la esquina del tiempo, también lo despedimos porque fue un santo atormentado que habitó la poesía.





dimanche 2 mars 2014

DIEZ POEMAS COLOMBIANOS EN ÁRABE

Por Eduardo García Aguilar
El ministerio de Relaciones Exteriores y la Embajada de Colombia en Marruecos lanzaron en el XX Salón del Libro de Casablanca una bella edición de Diez poemas colombianos traducidos al árabe, editados de manera impecable por el Taller de Edición Roca, una selección elaborada por los poetas Juan Felipe Robledo y Catalina González y vertida a la lengua del desierto por Ahmad Yamani.
Centenares de ejemplares del bello libro fueron distribuidos entre los lectores marroquíes y africanos que acudieron en masa al encuentro librero y ante el público un muy buen lector marroquí recitó el más conocido poema de José Asunción Silva, Nocturno, que a veces parecía sonar mejor en aquella lengua que en el castellano original.
Bello gesto el de lanzar al viento una muestra de poesía colombiana en aquellos parajes que por milenios han sido reino de guerras y poesía, junto a encantados desiertos y oasis donde beduinos y sultanes solían apurar las largas horas de espera en las tiendas, dedicados a justas de versos, mientras tomaban té y descansaban los lánguidos camellos de Guillermo Valencia, ausente en esta ocasión al lado de Álvaro Mutis.
El libro, que por obvias razones no podía extenderse hasta el infinito, pues sabemos que en cada colombiano yace un poeta, incluye los poemas La Creación, de los Koguis; Afecto 45, de la Madre Castillo; De noche, de Rafael Pombo; el Nocturno de Silva; la Canción de la vida profunda, de Barba Jacob; el Relato de Sergio Stepansky, de León de Greiff; Llanura de Tuluá, de Fernando Charry Lara; Morada al Sur, de Aurelio Arturo; Raíz antigua, de Meira del Mar y el misterioso Canto del extranjero, de Giovanni Quessep.
Robledo y González volaron como cigüeñas tiernas y sabias sobre toda la poesía colombiana de medio milenio para escoger con tino estas obras imprescindibles de nueve poetas muertos y uno vivo y luego llevarlos desde sus nidos lejanos de Colombia a las extensiones infinitas del mundo árabe, presididas ellas por el silencio, los espejismos, la sed y las ventiscas de arena.
El XX Salón de libro de Casablanca es uno de los más importantes encuentros libreros del mundo, porque congrega en la metrópoli marroquí a escritores y editores de muchos países africanos, en especial del Oeste, que tienen lazos firmes y cada vez más crecientes con el reino magrebí.
Por los pasillos de la muy bien organizada exposición librera, dirigida por el poeta Hassan El Ouazzani, no solo se agolpaban familias enteras de casablanqueses en busca de libros infantiles o religiosos, sino visitantes de 52 países, gente de Malí, Níger, Nigeria, Camerún, Senegal, Costa de Marfil, Sudáfrica, Egipto, Argelia, Túnez, Somalia, Sudán, Libia, Israel, Siria, Irak, entre otros.
En ese ambiente milagroso y feliz dedicado a festejar el libro, cuando por todas partes se derrumban editoriales y librerías y son condenados a más y más soledad los escritores y con mayor razón los poetas, estos diez poemas colombianos comenzaron a circular en esa lengua incógnita para quienes la ignoramos, aunque sabemos que vive en muchas de nuestras expresiones. Y como era de esperarse, los fantasmas humanos de estos poetas colombianos comenzaron a manifestarse en mi memoria mientras resonaba el vigoroso cántico de los muecines desde la gigantesca mezquita Hassan II.
Se sentía el treno de Los Koguis sobrevivientes del exterminio practicado por los españoles y en su voz creacional los árabes perciben una versión lejana y posterior de El Corán, como me lo dijo un joven imán barbudo que tomó el libro y leyó para mí en árabe los primeros versos del poema indígena seleccionado y estableció de inmediato vasos comunicantes con el libro sagrado del Islam. Me pareció fascinante la experiencia con ese discípulo del profeta y pensé que el acto colombiano de publicar este libro y lanzarlo al aire en estas tierras sí tenía sentido.
Luego se manifestó la Madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara con ese bello poema místico y amoroso, titulado Afecto 45, que representa de manera indirecta los largos siglos de dominación colonial y católica en nuestras tierras y nos trae la voz desde esos conventos fríos de las altiplanicies donde se hallaban enclaustrados los religiosos hispanos y criollos lejos del mundanal ruido de los indios derrotados y los esclavos africanos inventores de la cumbia.
El siglo XIX está representado por el inefable Rafael Pombo, romántico que se hizo famoso al traducir poemas infantiles escritos originalmente por otros en lengua inglesa y que luego todos los colombianos aprendimos de memoria pensando que eran de él. Y a su lado, de nuevo el suicida Silva, enviado a París a realizar estudios comerciales, pero que al final vivió la bohemia parnasiana y simbolista y fracasó en su retorno a la patria. Y con ellos Porfirio Barba Jacob, exiliado y bohemio homosexual derrotado en México y Centroamérica, cuya obra dejó dispersa en diarios y revistas.
El siglo XX se lleva la mejor parte de esta bella antología: si antes los poetas fueron clérigos o monjas místicas, o gramáticos o malditos suicidas parnasianos y simbolistas, o libadores en calaveras como nuestro gran Julio Flórez, ahora llegaba el turno de los modestos abogados de corbatín y corbata como Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara, o del díscolo empleado de origen sueco León de Greiff, quienes caminaban bajo la lluvia por la séptima de Bogotá tras largas jornadas burocráticas, en busca del café "Automático" sin saber que la gloria ya estaba en ellos.
Al final figuran dos tiernos de ascendencia árabe. Meira del Mar, una de las grandes poetas mujeres colombianas al lado de Maruja Vieira, cuya voz es necesaria y debería recuperarse en un país de poetas varones y guerreros. Y Giovanni Quessep, cuyo Canto del extranjero es magistral.
Todos esos poetas se manifestaron en Casablanca y echaron a correr en árabe por medinas y avenidas, playas, montañas y desiertos gracias a un acto poético que Colombia debería repetir: lanzar al viento poesía y ficción en otras lenguas y en todas partes, en vez de gastar dinero en armas y politiquería.

Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 2 de fmarzo de 2014