jeudi 5 décembre 2013

ÁLVARO MUTIS Y EL GAVIERO: UNA POÉTICA DE LA DESESPERANZA

Eduardo García Aguilar

Álvaro Mutis nació en Bogotá (Colombia) el 25 de agosto de 1923, pero desde niño vivió y estudió en Bruselas, alternando el tiempo con largos viajes a la tierra caliente sudamericana, en aquellos enormes transatlánticos que salían de los puertos europeos. Ambas experiencias nutren con intensidad el tejido de su obra: emoción de asir el pasado remoto que percibió en los años de infancia europeos a través de libros, calles, parques, otoños, y dolor ante la pérdida paulatina de los olores y colores del trópico que encontraba en la finca de su familia, situada entre los ríos Coello y Cocora, en su natal Colombia. De aquella infancia europea quedan como testimonio unas fotos donde se le ve niño, vestido de marinero, de pantalón corto, al lado de su madre y del padre diplomático, Santiago Mutis Dávila, cuya muerte prematura en 1933 lo marcó para siempre. París, Amberes, Le Havre, Hamburgo, Brujas, el Sena, los transatlánticos de la American Linie y los puertos fríos del norte fueron algunas de esas primeras impresiones imborrables que, aunadas al largo viaje por mar y la llegada a los malsanos puertos del trópico americano, como Colón o Buenaventura, conformarían el extraño cosmos de su obra literaria. De esa materia surgirá Maqroll el Gaviero, un personaje arquetípico de viajero desesperanzado, pero vitalista, cansado y sabio ante la muerte ineluctable, el fracaso de toda acción humana y la enfermedad y la fiebre que lo minan con lentitud y que está presente desde el inicio de su poesía. Esos ambientes figuran desde sus primeros textos poéticos como “La creciente”, “Hastío de los peces”, “Oración de Maqroll” y “Los elementos del desastre”, entre otros.

A un lado, pues, el esplendor europeo de entreguerras, con sus viajeros tipo Paul Morand y Valéry Larbaud, sus iglesias románicas o góticas, las tumbas merovingias, el recuerdo de los húsares y los guerreros ilirios, los viejos autos de película, las chicas de pelo corto y sombreros art-déco y París y el Sena; y más allá, en ultramar, la canícula, los estuarios infestados de mosquitos, los cargadores sifilíticos y las putas tristes con sus carnes flácidas marcadas por el salitre y la fogosidad insaciable de los hombres de mar. Mutis quedó marcado al regresar a la tierra caliente por “esa feracidad y esa especie de disponibilidad que crean el clima, la vegetación y los ríos. Eso fue lo que yo sentí, así fue como yo viví la tierra caliente cuando regresé de Europa: una suerte de espacio que se me daba y que me otorgaba una disponibilidad absoluta, no una libertad sino una especie de ampliación en proporciones gigantes y delirantes de sueños, ambiciones, deseos, sensaciones…”.

Si se considera que la literatura es una intensa exploración desesperanzada de la infancia perdida, de sus imágenes borrosas y sus olores idos, no queda duda alguna de que el imaginario de Álvaro Mutis –encarnado en Maqroll el Gaviero, o sea el que mira desde la Gavia y es el ojo de la embarcación– surge de esa contraposición iniciática atestiguada por el niño: el esplendor del viejo mundo antes de la guerra y la deliciosa usura de la carne en los lejanos trópicos desolados de ultramar. Además, desde el inicio esa desesperanza se le revela de manera diáfana, porque Maqroll “va aprendiendo que lo que le resta de los sueños es la apetencia, el deseo, y que cuando los vamos a tocar se nos deshacen”.

De regreso a Bogotá, el adolescente Mutis tratará de conjurar la desazón del exilio y el fin de su infancia a través de textos donde su alter ego convocatorio enumerará las modalidades del “fin ineluctable”, con su cauda de carne mortecina devorada por el sexo y el cáncer, amores perdidos en cuartuchos tristes de hotel y luchas sin sentido por sobrevivir en puertos y ciudades, entre tráficos innombrables de donde sólo se salva la amistad y el deseo. Todo ello mientras “un dios olvidado mira crecer la hierba”, y al mismo tiempo que el arribo de los barcos es “anunciado al alba con el vuelo de enormes cacatúas de grises párpados soñolientos, que gemían desoladas su estéril concupiscencia”, como dice respectivamente en los formidables poemas “El miedo” y “Hastío de los peces”, de su gran libro Los elementos del desastre (1953).

¿Qué hacer, pues, en esa Bogotá provinciana y fría alejada del reino? Primero dejar el bachillerato y los estudios que lo hubieran vuelto tal vez un típico hombre de clase dirigente colombiana y lanzarse a la aventura de la poesía y la vida, a través de innumerables trabajos en compañías de aviación y multinacionales petroleras que lo llevaron a todos los rincones del país en siniestros planchones untados de aceite, hacia poblaciones de tierra caliente donde la noche llegaba con su música de bares de mala muerte, junto a mujeres amorosas de amplios escotes y transgresores de la ley que jugaron su vida o su corazón al azar y siempre se los ganó la violencia, como dijo el colombiano Jose Eustasio Rivera al inicio de su legendaria novela telúrica La Vorágine, sobre la explotación del caucho en la Amazonia, a comienzos del siglo XX.

Desde siempre en Colombia y en América Latina se ha escuchado el rumor de fusiles y ametralladoras, el fragor de las guerras, el paso silencioso de los bandidos nocturnos, el galope tenebroso de los caballos. Lo que no es un secreto exclusivo del trópico, pues la misma generación de Mutis creció escuchando noticias de la guerra en Europa que traían consigo no sólo el humo de los crematorios de Birkenau, sino el eco de la destrucción de los templos góticos del Viejo Mundo, las viejas ciudades y los castillos de su mundo imaginario. Universo de muerte y de conflagraciones al que está condenado sin piedad el hombre y que está condensado en el enorme poema “El húsar”, donde el arcángel de las guerras hace romper “la niebla de su poder” con “el filo de su sable comido de orín y soledad, de su sable sin brillo y humillado en los zaguanes”.

A partir de su primer poema “Tres imágenes” (1947) –no por casualidad dedicado al poeta guatemalteco y universal Luis Cardoza y Aragón– y en otros como “Reseña” y “El viaje”, y en las creaciones de Los elementos del desastre, como “204”, “Hastío de los peces”. “Oración de Maqroll”, “Una palabra”, “El miedo” y “Nocturno”, se concretó el mundo al que sería fiel desde entonces hasta la culminación de su obra narrativa, reunida bajo el título de Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Un mundo que se hermana con el Pablo Neruda de Residencia en la tierra, el orbe amatorio de Enrique Molina en Argentina y la fascinación tropical de Vicente Gerbasi en Venezuela, para mencionar sólo a algunos de los autores latinoamericanos que, a mediados de siglo, abrieron camino por el lado de cierta poesía cargada de desesperanza y usura sexual, un vitalismo marino que se escapó de las cárceles anteriores para volar hacia el mundo y dialogar con los viajeros de Melville, Stevenson, Conrad, y Cendrars. Es un mundo poblado por enfermedad, desesperanza, muerte, cárcel, ilegalidad, desolación, carroña, exilio, corrupción, deseo, carne, violencia, vida. Un mundo que explora el extraño milagro del hombre envuelto por el remolino inútil de la vida, en empresas sin ton ni son que los mueven a sus miserias y deslealtades, a sus miedos y osadías, a su nada final y perpetua. Una poesía que narra y lleva océanos y ríos adentro, que sabe a deseo en cuartos de hotel, a lágrimas de desesperación y a usura en puertos infestados de mosquitos, muy lejos de los formalismos de cristal y de cartón piedra de otras poesías anteriores contemporáneas en el ámbito hispanoamericano.

Hombre jovial, informal, irreverente, desinhibido, con su vozarrón generoso, amigo de sus amigos en su casa de San Jerónimo, al sur de la ciudad de México, pero también terrible crítico cuando se trata de fustigar la mediocridad y las verdades recibidas, Mutis no sólo dejó a un lado el estilo timorato de los hombres de las altiplanicies de la tierra fría colombiana y de las cordilleras sudamericanas, lejos a la costa y a la tierra caliente, sino que brincó en su poesía hacia zonas jamás inexploradas hasta entonces en el país y en América Latina. Reinaban en Colombia por un lado Piedra y Cielo, grupo de poetas que trataba de imitar al Premio Nobel español Juan Ramón Jiménez cuando ya explotaban en otras partes del mundo el surrealismo y las vanguardias y, por otro lado el discurso polvoriento de la clase dirigente del país. Como antes había ocurrido en México con el joven Octavio Paz, el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón –que fue en 1918 el primer dadaísta latinoamericano en Europa–, trajo en los años cuarenta aires nuevos desde la Europa de entreguerras a esa helada capital colombiana de los Andes donde se desempeñaba como diplomático, y contribuyó así a abrir nuevas ventanas poéticas entre los jóvenes. Jorge Zalamea, el gran traductor al español de Saint John-Perse y amigo de Federico García Lorca, un viajero de izquierdas que recorrió el mundo y cuya prosa y su exploración de la poesía mundial de todos los tiempos dejó huellas indelebles y bien reconocibles en Mutis y su gran amigo, el Premio Nobel Gabriel García Márquez. También marcaron a Mutis, en el bogotano Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, las enseñanzas de su maestro Eduardo Carranza, principal exponente del movimiento Piedra y Cielo, de la misma manera que otros miembros de ese grupo cambiaron el rumbo de García Márquez, cuando estudiaba bachillerato en Zipaquirá, en la altiplanicie helada de Cundinamarca.

Para 1953, cuando publicó Los elementos del desastre en la prestigiosa editorial Losada de Buenos Aires, Mutis ya había concebido su extraño mundo poético: un verso neotelúrico cargado de vida y muerte, mar y montaña, lluvia y sequía, donde “la carne llora”, como dijo el gran crítico Ernesto Volkening. Con Mutis, en Colombia se dijo adiós al verso marmóreo de modernistas y parnasianos tardíos. Todo comenzó con su irrupción en el panorama literario local, en medio de una violenta ruptura histórica, tan espectacular, que hasta su primer libro de poemas, La balanza, desapareció incinerado en la revuelta del 9 de abril de 1948 en Bogotá, tras el asesinato del líder popular Jorge Eliecer Gaitán, acontecimiento que partió para siempre la historia del país. El viejo país civilista, gobernado por latinistas y versificadores de alejandrinos dio entonces un giro hacia esa sangrienta espiral que aún no cesa a comienzos del siglo XXI. De un día para otro la Bogotá de tranvías y hombres recatados vestidos de negro con sombreros Stetson, paraguas y zapatos de charol quedó en cenizas, e incluso los jugaderos de billar donde Mutis arruinó si bachillerato fueron borrados del mapa.

Podría decirse que la poesía colombiana fue autárquica y que sus sistemas y estéticas crecieron encerrados en un cuarto de espejos, fieles a la tradición “gramática” de un país donde ser “bardo”, “vate”, gramático, latinista, eran condiciones inevitables para aspirar a la presidencia de la República. En el siglo XIX, que se extendió hasta la quinta década del XX, los generales y los presidentes casi sin excepción ejercieron las artes retóricas, y la poesía fue oficial y moneda falsa como absurda imitación de expresiones decimonónicas europeas. Al hacer un repaso a la poesía del siglo XX y al cerrar su sarcófago, constatamos que en términos generales la colombiana fue hasta Mutis una poesía abortada y rezagada, sin grandes ambiciones, temerosa de pasar la raya o lanzarse al abismo. De pronto un autor lograba destellos, pero luego se silenciaba, callaba por temor y desaparecía en la oscuridad. Es como si el poeta colombiano, cual niño aplicado, supiera que hay un límite imaginario que no puede pasar, y le teme lanzarse a la nueva aventura del bosque por temor al lobo, abomina descubrir nuevos yacimientos, parajes, cavernas, remolinos, fangos, arenas movedizas. Todo cambio le incomoda y por eso cierto aire de polilla y heliotropo la caracterizó, por lo menos hasta en los años sesenta, cuando algunos escritores ligados a la revista Mito (1955-1962) comenzaron a sacudirse de la modorra burocrática. Hasta Mutis, la poesía colombiana siempre estuvo rezagada del tren delirante de la “lírica” hispanoamericana. Para que el joven Mutis efectuara su rebelión poética fueron decisivos sus contactos con Pablo Neruda y los surrealistas latinoamericanos, entre ellos a los peruanos César Moro y Emilio Adolfo Westphalen y el argentino Enrique Molina, a quienes considera tan buenos e incluso mejores que los franceses –salvo tal vez René Crevel y Robert Desnos–, y más tarde con Octavio Paz, que saludó en México la publicación de la Reseña de los Hospitales de Ultramar (1959), al destacar “la alianza del esplendor verbal y la descomposición de la materia”. Y antes, por supuesto, fue crucial su lectura atenta y entusiasta, a los 17 años de edad, de Baudelaire, que, dice Mutis, “para mí resultó definitiva”, así como la de Mallarmé “que es otra de mis admiraciones y lecturas más frecuentes”.

¿Quién era, pues, ese joven poeta que escandalizaba con sus diatribas contra los viejos poetas nacionales, afirmaba tener como hobby el asesinato y pasaba el día frente a micrófonos de emisoras radiales de Bogotá leyendo cables sobre la guerra como si estuviera transmitiendo desde el frente? Medio siglo después, la respuesta es esta vasta obra que abarca poesía, ensayos y novelas. Desde su adolescencia, la fidelidad de Mutis a sus obsesiones poéticas fue total y mientras en los años sesenta y setenta la literatura latinoamericana, seducida por la Revolución cubana, era conquistada por el gran éxito comercial del boom, y se hundía en ingenuos nacionalismos autoglorificadores, esta voz se convirtió en palabra de culto y de catacumba entre reducidos lectores que vieron en Maqroll el Gaviero al arquetipo cosmopolita, descreído y necesario para soportar el paso por la vida. Por ese entonces los lectores europeos, anglosajones e hispanoamericanos estaban fascinados con ese mundo de loros, cocodrilos y personajes típicos agenciados por la novela del boom, como expresiones de un colorido mundo animista y primitivo de maravillosa superficialidad o por cierta poesía comprometida con las luchas políticas del momento, que después, tras la caída de los totalitarismos, se revelaría vana y decepcionante. ¿Entonces para qué leer en esos tiempos de euforia un colombiano amante de la literatura francesa, que vivía inmerso en su mundo de reyes y monarcas de tiempos idos, lamentaba la caída de Bizancio en 1453, nunca había votado, se declaraba reaccionario, monárquico y gibelino y no firmaba declaraciones progresistas?

Sin embargo, en esos años de euforia revolucionaria, Mutis siguió con su poesía y publicó el espléndido Reseñas de los Hospitales de Ultramar que incluye textos conmovedores como “Ciudad”, “Pregón de los hospitales”, “El hospital de los soberbios”, “Las plagas de Maqroll” y el extraordinario “Moirologhia”, tal vez uno de sus poemas claves, y Los trabajos perdidos. Al mismo tiempo publicó su estremecedor Diario de Lecumberri y la gótica y tropical Mansión de Araucaíma, surgida esta última de un fructífero intercambio con el gran surrealista Buñuel. En tales ficciones y en los poemas, con los que hizo ya su primera Summa de Maqroll el Gaviero (1947-1970), publicada en 1972 en la colección Isulae poetarum de Barral editores, Mutis descargó nuevas experiencias como la prisión de 15 meses en el Palacio de Lecumberri a fines de los años 50, donde vivió en carne propia la caída maqrolliana prevista en los textos de primera juventud y sus múltiples aventuras laborales que lo llevaron a ser locutor, la voz narradora de la legendaria serie estadounidense de gángsters Los intocables.

Siempre dentro de esa desolada palpitación telúrica y figurativa, en esos poemas se comunicó a los lectores jóvenes latinoamericanos un mundo cerrado y abierto, con sus leyes y vías, salidas y trampas, calles secretas y babélicas: más que una poesía de artificios nos enfrentó a una especie de iniciación. Mutis nunca lo dudó: la literatura, la verdadera literatura, es un proceso de exploración, revelación e iniciación en quien narra o canta y por ende será también un proceso de revelación e iniciación en el lector. Ni el creador ni el lector, como el profeta o el iniciado, serán idénticos después de enfrentarse a la palabra. Escribir o leer no valen la pena si no conducen a la iluminación o la revelación. En esos poemas narrativos, figurativos, volvíamos a los viejos zocos milenarios, a las guerras de hace dos mil años, a los reyes caídos, a los soldados empalados o enceguecidos, a los viajeros de Homero y de Virgilio, al esplendor y la caída de los hombres, a la valentía de los húsares, a la cierta condena de la enfermedad y la muerte. Y por esa razón, entre los jóvenes latinoamericanos infectados por la poesía, Mutis se convirtió en autor de culto, de la misma manera que ahora se convirtió en autor de culto para cientos de miles de lectores ganados por el estupor de descubrir en sus novelas de poeta un cómplice entre la literatura latinoamericana, hasta entonces embebida en el artificio o el folclor.

Tuvo Mutis que emprender la aventura de la prosa para ganar esos espacios de los que estuvo ausente durante el reino del boom novelístico. Ya era toda una leyenda en el continente latinoamericano como poeta, cuando de repente, de su casa de San Jerónimo o de la calle Darwin, donde trabajaba para la Columbia Pictures, en la capital mexicana, empezaron a salir una tras otra las novelas donde Maqroll andaba a sus anchas: La Nieve del Almirante con su extraña búsqueda de lo inefable entre aserraderos perdidos, Ilona llega con la lluvia, homenaje al amor y la amistad a través de un aventurero triángulo, Un bel morir con sus amores de mariposas en el diafragma, La última escala del Tramp Steamer, verdadera joya narrativa y la minera y desolada historia de pasión carnal descrita en Amirbar, entre otras ficciones. Estas nuevas creaciones surgidas a fines de la década de los ochenta constituyeron un baño refrescante para la narrativa latinoamericana, porque renovaron de manera directa los lazos con la poesía y la alejaron del utilitarismo de la trama.

Tuvo Mutis que emprender la aventura de la prosa para ganar esos espacios de los que estuvo ausente durante el reino del boom novelístico. Ya era toda una leyenda en el continente latinoamericano como poeta, cuando de repente, de su casa de San Jerónimo o de la calle Darwin, donde trabajaba para la Columbia Pictures, en la capital mexicana, empezaron a salir una tras otra las novelas donde Maqroll andaba a sus anchas: La Nieve del Almirante con su extraña búsqueda de lo inefable entre aserraderos perdidos, Ilona llega con la lluvia, homenaje al amor y la amistad a través de un aventurero triángulo, Un bel morir con sus amores de mariposas en el diafragma, La última escala del Tramp Steamer, verdadera joya narrativa y la minera y desolada historia de pasión carnal descrita en Amirbar, entre otras ficciones. Estas nuevas creaciones surgidas a fines de la década de los ochenta constituyeron un baño refrescante para la narrativa latinoamericana, porque renovaron de manera directa los lazos con la poesía y la alejaron del utilitarismo de la trama.

Pero tal vez la lección más importante de esta aventura tan reciente fue comunicar a los lectores amantes de la verdadera literatura, que el reino de lo comercial no había triunfado del todo. Mientras decenas de nuevos narradores fabricaban a destajo novelas con clímax y desenlace, según las fórmulas de cartilla, Mutis escribía con la pasión adolescente de quien escribe para nada y para nadie, rodeado de sus tantos jóvenes amigos de México y Colombia. Esa rebeldía suya de no renunciar al niño y al adolescente que lleva dentro fluyó en las ficciones, insuflándoles aires de fronda literaria.

Ahora el Gaviero emprende por fin en las novelas del poeta el nuevo negocio de la fama, condenado al fracaso en algún barco de ultramar, y aunque sabe que no hay salvación alguna para él ni para la humanidad ni para el mundo, no renunciará jamás al goce de sus absurdas empresas. Pero esas novelas del Gaviero nos conducen a la intensidad del poema, que es “un pájaro que huye del sitio señalado por la plaga”, o a las crecientes del río, los trenes de la cordillera, los “ataúdes de penetrante aroma de pino verde trabajado con prisa”, los ahorcados de Cocora, los prostíbulos, las hojas de plátano, las minas, la lluvia en los cafetales en los techos de zinc o el llanto de la mujer solitaria de la habitación 204.

No es extraño pues que Álvaro Mutis, como contemporáneo de tantos apocalipsis, dejara fluir sus textos en torno a la desesperanza, que es el centro de su obra. Precisamente, en una conferencia que sobre este tema dictó en la Casa del Lago, en México, en 1965, trata, en torno al personaje central de la novela Victoria de Joseph Conrad, de encontrar los hilos de esa actitud vital y estética y dice que: “Heyst forma parte de esa dolorosa familia de los lúcidos que han desechado la acción, de los que, conociendo hasta sus más remotas y desastrosas consecuencias el resultado de intervenir en hechos y pasiones de los hombres, se niegan a hacerlo, no se prestan al juego y dejan que el destino o como quiera llamársele, juegue a su antojo bajo el sol implacable o las estrelladas noches sin término de los trópicos. Heyst ama, trabaja, charla interminablemente con sus amigos y se presta a todas las emboscadas del destino, porque sabe que no es negándose a hacerlo como se evitan los hechos que darán cuenta de su vida”.

Al tener certeza de que las condiciones de la desesperanza son la lucidez, la incomunicabilidad, la soledad y la estrecha y peculiar relación con la muerte, Mutis va directo, tanto en su poesía como en su prosa, al acercamiento a los hilos de la tragedia humana es negarse a juzgar, para poder así entender las pequeñas y ciegas mezquindades que mueven a quienes no saben que están condenados a la ruina y el fin “ineluctables”.

Así como busca Conrad algunos de los elementos para sustentar su actitud frente a la vida y al arte, Mutis encuentra en el portugués Pessoa y en el francés Valéry Larbaud otros modelos cimeros del desesperanzado. El uno en el terreno del grito y de la oscuridad, el otro en el reino del hedonismo y del viaje, pero a fin de cuentas marcados por la conciencia de la soledad y de la muerte. En un texto llamado “¿Quién es Barnabooth?”, refiriéndose a ese riche amateur inventado por Larbaud, nos dice que “poco a poco nos vamos dando cuenta de que Barnabooth ya sabe. Ya sabe que las grandes pasiones desembocan y se esfuman en ese usado y variable instrumento que es el hombre; ya sabe que detrás de toda empresa al parecer perdurable, de toda obra nacida del hombre, está el tiempo que trabaja tenaz para llevarlo todo al único verdadero paraíso posible, el olvido; sabe que nunca podrá comunicarse con otro ser ni esperar de persona alguna esa compañía que tanto anhela, porque cada uno lleva consigo su propia, incompartible y turbulenta carga de sueños. Barnabooth ya sabe todo esto y cuando accede al diálogo lo sostiene a sabiendas de que es un juego con cartas marcadas, en el que cada uno juega su propio juego sin querer ni poder parar mientes en el de su contrario”.

Asimismo, encuentra en los personajes de André Malraux las características fundamentales de la desesperanza como son la lucidez y la relación con la muerte. Mutis dice que “es esa dolorosa esperanza de saber que, de rechazo en rechazo, de batalla en batalla y de abrazo en abrazo, podemos confirmar cada vez con mayor certeza y no sin cierta dicha inconfesada, nuestra ninguna misión ni sentido sobre la tierra, como no sea la confirmación, a través del cuerpo, de un cierto existir inapelable, del cual somos conscientes y que nos proporciona, gratuitamente, esa condición humana”.

Maqroll el Gaviero vendría a ser la concreción de estas obsesiones vitales del autor. Es un aventurero que está al margen de la ley, pero que fundamentalmente se rebela contra su propio oficio de existir y trata de hacerle jugarretas al destino. Es un desesperanzado y observa por donde para el deterioro de los seres, el agotamiento de sus energías en la ceguera de la ignorancia. Como un espectador, comercia con ellos a sabiendas de que al hacerlo se arriesga a empresas azarosas que tarde o temprano lo pondrán en apuros. Como Barnabooth gustará del viaje y su calor interminable, como Pessoa asistirá al horror de su tránsito, como los personajes de Conrad y Malraux actuará sólo para tener la certeza de su existencia, o sea el premio equivocado que enuncia la disolución y la nada.

En la poética Summa de Maqroll el Gaviero, y en sus novelas, Mutis nos enfrenta a ese ambulante que acepta el destino guiado por el azar, por ciertos signos que se atraviesan en el camino, pero que no mide las consecuencias ni los resultados de sus acciones desinteresadas y absurdas. A diferencia de otros héroes que buscan un sueño concreto y palpable como el poder, o el amor, Maqroll actúa porque no tiene otra alternativa y sus objetivos son tan simples como llegar a un lejano y perdido aserradero, subir unas cajas con mercancías desconocidas hasta el filo de la cordillera o sobrevivir en Panamá mediante la venta de mercancías baratas o de la trata de blancas. Entre el ajetreo de la vida encontrará el placer de un estado de lucidez, la alegría de una noche de hotel en compañía de un libro, o mucho mejor, el olvido de la realidad en brazos de alguna de aquellas hembras, que merced a una cualidad impar, pueden transportarlo a un planeta distinto al que lo lleva por los despeñaderos.

Toda su obra poética y narrativa fluctúa entre dos aguas: a un lado el trópico de su infancia en las vertientes y orillas de los grandes ríos, como el Xurandó, allí donde el sol aplasta y la lluvia es incesante y cargada de tormentas eléctricas y al otro un mundo imaginario de nostalgias culturales, también infantiles, que incluye la bruma de Bélgica y Holanda o los misterios de Trieste, Nijni Novgorod, Constantinopla o El Escorial. En la primera zona asistimos al espectáculo de las fuerzas telúricas y en la segunda a los sustentos culturales merced a los cuales sobrevive una cultura milenaria como la cristiana, con sus templos góticos, sus ritos monárquicos y religiosos y sus mártires y héroes plasmados en los libros del tiempo.

En su obra también se destacan dos pequeñas joyas en prosa, que aunque no aparecen en la Summa, son indispensables y complementarias en su universo poético de la desesperanza: se trata de “La muerte del Estratega” y “El último rostro”, publicados a fines de los años cincuenta. La primera historia nos traslada al amplio continente bizantino, desde su capital hasta las zonas periféricas y bárbaras del mismo. Mediante una prosa que mide muy bien sus efectos, el autor nos comunica a través de los amores de Alar el Ilirio, estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, las tensiones culturales de ese imperio milenario, caracterizado por la mezcla de las razas. En las lúcidas cartas de Alar, ese “romano de oriente”, a quien acompañan “Virgilio, Horacio y Catulo a donde quiera que fuese” podemos hallar secretos para entender el comportamiento de los hombres y sus sueños derrotados, así como las preocupaciones del Gaviero. Como un gran desesperanzado, el Ilirio dice que el hombre “en su miserable confusión levanta con la mente complicadas arquitecturas y cree que aplicándolas con rigor conseguirá poner orden al tumultuoso y caótico latido de su sangre”. En “El último rostro” nos enfrenta al héroe Simón Bolívar en el más dramático y lamentable episodio de su vida, cuando a la espera la muerte olvidado y humillado por el pueblo que contribuyó a libertar. Alar el Ilirio desde su continente bizantino y Bolívar en el trópico, acosados por una realidad insufrible: en ambos héroes puede resumirse la tensión de la prosa poética mutisiana, a través de la cual descubrimos que los latinoamericanos no sólo somos de aquí sino de allá también y que en medio de la selva, bajo temperaturas infernales, somos acosados por los fantasmas milenarios de nuestra cultura occidental y cristiana.

Antes de emprender a fines de la década de los ochenta el camino de las novelas, Mutis publicó cuatro colecciones de poesía que marcan en cierta forma un cambio paulatino en su expresión y la exploración de rumbos poéticos. Se trata de Caravansary (1981), Los emisarios (1984), Crónica regia (1985) y Un homenaje y siete nocturnos (1986). En Caravansary logra uno de los textos más intensos de la estética maqrolliana, como “Cocora”, donde en el fondo de los socavones se logra el contacto con la eternidad a través de unas máquinas oxidadas, entre la humedad terráquea y el eco espantoso de la desolación, y “El sueño del príncipe elector”, que nos lleva al recurrente espejismo mutisiano de percibir en sueños febriles la gloria y la felicidad a través de una hembra de “devastadora eficacia”, que luego desaparece con el río y deja derrotado al ingenuo que alguna vez creyó en ella, poseído “por un sordo malestar de tedio y ceniza”. En Los emisarios aparecen Cádiz, Córdoba, Novgorod la grande, la Alhambra y el legendario y cañón de Aracuriare, por donde deambula el Gaviero. Con estos libros, a los que se agregan los Diez Lieder, Un homenaje y siete nocturnos y Crónica regia, el autor vuelve a ese mundo nutrido de los sueños de infancia, en otras zonas alejadas de la tierra caliente y la persistencia del cuerpo, la humedad y el deseo.

Como lo demuestran estos libros, muchas son, pues, las materias de su obra. Primero, por supuesto, la tierra caliente, los hoteles, los Tramp Steamer, las mujeres aventureras en los puertos malsanos, los traficantes de mercancías ilegales, los hospitales, las cárceles, las minas, los enfermos. Pero también hay otro tema importante en algunos de sus poemas, como es la ambición loca de los hombres por el poder y la inevitable prueba de la derrota. Y en este terreno Mutis parece estar más cerca de los grandes vencidos como Belisario, el conde Duque Olivares, el Gran Condé, el Cid Campeador, el rey Sebastián de Portugal y el rey San Luis.

En 1947 Mutis escribió “Apuntes para un poema de lástimas a la memoria de Su Majestad el Rey Felipe II”. Casi cuarenta años después, en Crónica regia, publicó otros poemas relacionados con esa obsesión inicial que tiene mucha importancia en su poesía. En “Como un fruto tu reino”, “Cuatro nocturnos de El Escorial”, y “Regreso a un retrato de la Infanta Catalina Micaela, hija del Rey Don Felipe II”, intenta asir la obsesión de un Rey que sueña su reino contra viento y marea, convencido de que obedece a una misión encomendada por los siglos, por encima de las herejías o hazañas, fundaciones y derrotas, tal y como un milenio atrás el iluminado Constantino soñó el suyo.

Mutis está convencido de que frente a la uniformización propuesta por lo que Marguerite Yourcenar llamó “antropolatría atea”, la memoria de aquellos lejanos tiempos de fe donde el hombre se fundía con la divinidad puede convertirse en el lamento esencial del viajero nutre su obra. Pero desde la claridad de quien sabe que aquellos tiempos ya pasaron, de la misma manera que los soldados de plomo nos recuerdan las añejas batallas de los reinos idos. Los reinos están allá, en un limbo perdido de la historia, porque ya nunca existirá un Constantino, un San Luis, un Felipe II o un Luis XIV. Desde los tiempos de Hollywood, Disney y los fundamentalismos fanáticos un poeta rebelde invoca a esos fantasmas, mientras deambula entre las ruinas de los palacios que hoy visitan turistas cargados de cámaras fotográficas, Coca-Cola y hamburguesas. Los reinos extinguidos perviven, pues, en su poesía, como la Cynthia de Propercio en la suya.

En las historias y poemas de Mutis desde Los elementos del desastre y Reseñas de los Hospitales de Ultramar hasta Caravansary, Los emisarios y en las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero, se palpa ese maravilloso mundo múltiple que va desde los altares barrocos hasta los orígenes aventureros, hembras jóvenes y decrépitas, truhanes alcohólicos o místicos sin fe, húsares y libertadores, listos y derrotados. Algo que bien podría denominarse poética de la desesperanza o poética de la extranjería.

Álvaro Mutis ha sido fiel a sus secretos y obsesiones poéticas desde el principio. Desde los primeros poemas Mutis nos lleva a zonas del trópico pobladas de ríos malsanos cubiertos de embarcaciones cubiertas de desesperanzados, o abre las puertas de los hoteles de paso en donde los viajeros gimen algún secreto o pronuncian una plegaria. Más allá, en las zonas de la historia, el poeta invoca aquellos momentos, que por extraños vasos comunicantes hablan con la tierra caliente, la niebla de las cordilleras o el vaho de los ríos enfermos. Bizancio, el gran imperio de un milenio; los años de Felipe II, de Góngora, Lope, Calderón y Cervantes; la culta dinastía de los Omeyas, iluminan al rehén de los trópicos.

Maqroll el Gaviero es el viajero que guarda todos estos esos secretos. Perdido en las regiones más inhóspitas, hospedado en posadas de mala muerte, compartiendo con los hombres que encuentra en su camino las más tristes miserias, tiene tiempo para invocar las figuras que en la guerra de otras épocas guardaron el secreto de su sabiduría. En el destierro más absoluto cierra los ojos y crea el pasado irrecuperable. Condenado día a día a morir, se refugia en el culto de ciertos héroes, reyes o santos. Solitarios, grita su fracaso ante la inmensidad de las ciénagas y las cordilleras: “Alza tu voz en el blando silencio de la noche, cuando todo ha callado en espera de alba; alza entonces tu voz, y gime la miseria del mundo y sus criaturas. Pero que nadie sepa de tu llanto, ni descifre el sentido de tus lamentos”.



TRES POSDATAS:

POSDATA I

ALVARO MUTIS. EL POETA PRISIONERO

Álvaro Mutis pasó quince meses de su vida recluido en el famoso Palacio Negro de Lecumberri de la ciudad de México, mientras se definía a su favor un proceso kafkiano de extradición a Colombia por supuestos delitos líricos y gastronómicos, como la realización con sus amigos poetas de un gran banquete en Bogotá a la memoria del chef francés Brillat-Savarin, autor de la Fisiología del gusto.

El poeta promisorio, que ya había publicado Los elementos del desastre en 1953, alma de todas las fiestas que con su carcajada inmortal levantaba hasta a los difuntos y con cuya simpatía hacía suspirar a todas las muchachas, como cuenta Elena Poniatowska, el activo amigo de las altas jerarquías políticas colombianas y relacionista público de multinacionales, cayó allí en ese pozo profundo donde “tus ojos serán dos túneles de viento fétido, quieto, fácil, incoloro”, ahí donde de “tu magro sexo encogido solo mana ya la linfa rosácea de tus glándulas, las primeras visitadas por el signo de la descomposición”.

Cuando salió libre el 22 de diciembre de 1959, meses antes de lo previsto, a los 36 años de edad, terminaba para él una pesadilla que cambió su vida para siempre, le dio aun mayor profundidad a sus intuiciones poéticas ya probadas y definió el brillante destino literario que lo llevaría al Premio Cervantes 2001, pues como lo afirmó él mismo, sin el “carcelazo” de Lecumberri ninguno de los libros de la saga de Maqroll el Gaviero y casi toda su poesía posterior habrían existido.

Nació el 25 de agosto de 1923 en Bogotá y desde los dos hasta los once años de edad vivió la mayor parte del tiempo en internados escolares en París o Bruselas, donde su padre Santiago era diplomático. Al morir este muy joven, a los 33 años de edad, el niño Mutis regresó a Colombia con su madre y frecuentó ahora los internados escolares en la fría Bogotá, que se intercalaban por fortuna con estadías inolvidables plenas de libertad salvaje en la finca materna de la tierra caliente. Abandonó el bachillerato por la poesía y el billar, se casó y tuvo hijos muy joven y empezó a trabajar como locutor en emisoras culturales o en empresas aéreas o multinacionales petroleras como Standard Oil y la Esso para las que viajaba sin cesar, llevando un tren de vida agitado y opulento.

Pero todo eso quedó atrás de repente al caer en la desgracia carcelaria. La soledad en la diminuta celda, la impotencia ante la calumnia de los malquerientes políticos y personales que iniciaron el proceso durante la dictadura de Rojas Pinilla, el sentir la mirada nueva de los otros hacia el apestado, la angustia de las largas noches sin consuelo, los amigos que huyen y le dan la espalda, la añoranza de la vida de afuera y el sonido de los aviones que aterrizaban en el cercano aeropuerto y le recordaban los viajes por el mundo y los grandes hoteles, todas esas sensaciones amargas se acumularon en esas horas aciagas sin esperanza.

En la prisión se ratificaron sus obsesiones poéticas, la certeza de que no se va a ninguna parte, de que la enfermedad y la muerte ya están presentes en el cuerpo que declina de manera ineluctable, el ardor del deseo en los puertos y hoteles de mala muerte, la soledad del errante viajero que huye sin nombre y emprende tareas absurdas para apurar el venenoso sabor de las horas estancadas, la eternidad mansa de ahogados y suicidas, el bullicio de los burdeles, la amistad y lealtad de los proscritos y las amantes, todo eso irrumpía allí en esas crujías, corredores y celdas pobladas de desgraciados que le recordaban los viejos tramp steamers olorosos a combustible y herrumbre.

Además de sus actividades como dramaturgo carcelario aficionado y anfitrión de figuras como Luis Buñuel y Seki Sano, Mutis agotó las horas amargas de la derrota leyendo en la biblioteca del penal, donde encontró excelentes libros, entre ellos las Cartas del príncipe de Ligne, las Memorias de ultratumba de Chateaubriand y la obra de Marcel Proust. También escribía largas cartas mecanografiadas en rollos de papel, poemas y relatos, algunos de los cuales están incluidos en su Diario de Lecumberri, publicado por la Universidad Veracruzana. O sea que de Lecumberri, donde estuvieron presos también el asesino de Trotski, Ramón Mercader, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas, José Agustín y William Burroughs, salió en definitiva “otro hombre”, convencido de “que no podemos juzgar a nuestros semejantes”, certeza esencial que guía los viajes y las empresas de su álter ego Maqroll el Gaviero.



POSDATA II. IN MEMORIAM.

MUTIS EL LECTOR

Después de una larga vida de viajes y aventuras, el habitáculo central de Álvaro Mutis fue su camarote biblioteca situado en el transatlántico imaginario de su casa de San Jerónimo, al sur de la ciudad de México. Durante múltiples jornadas en las cuales pude conversar en ese lugar con el autor de Summa de Maqroll el Gaviero –ya fuera en visitas informales, o cuando emprendimos las conversaciones que llevaron a la creación y publicación de Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Álvaro Mutis–, percibí los fantasmas literarios que invadían sus días y sus noches, aquellos con los que dialogaba en el insomnio.

Aunque nunca quiso definirse como intelectual, pues se formó en los cafés bohemios bogotanos de los años cuarenta, al lado de figuras como León de Greiff, Luis Cardoza y Aragón, Nicolás Gómez Dávila, Ernesto Volkening, Casimiro Eiger y Eduardo Carranza, entre otros, fue un lector en el mejor sentido de la palabra. Leer era para Mutis nutrimento y tal fue su dicha entre los libros que compartirlos, regalarlos, guardarlos y buscarlos constituyó una de sus felicidades mayores. Su biblioteca fue su centro vital, y cuando abordaba a algún autor o tema, se levantaba y se dirigía a esas estanterías del camarote imaginario para alcanzar el ejemplar y encontrar la cita buscada, la dedicatoria sorpresiva o el aroma.

En su biblioteca también había fotos o imágenes: de Proust en su lecho de muerte, a quien consideraba “el más grande novelista de los últimos 150 años”; de Joseph Conrad, Louis-Ferdinand Céline, Nicolás II, Paul Valéry y Luis Cardoza y Aragón; una estatuilla del capitán Cuttle de Dickens (su mayor “influencia” literaria, decía); de Melville, Balzac, George Eliot, Antonio Machado, Pablo Neruda, Gonzalo Rojas, Enrique Molina y otros muchos autores preferidos.

Además de los autores de poesía, entre los cuales destacaba en lengua castellana a Rubén Darío y Antonio Machado, y de los de ficción, en especial a los franceses del siglo xix, desde Stendhal hasta Balzac pero también a autores como Dumas, Céline y Malraux, Mutis guardaba un lugar muy especial para el mundo histórico. Disfrutó libros sobre el Imperio bizantino, textos sobre Napoleón y otros héroes que admiró de joven, así como obras de los memorialistas Saint-Simon, el cardenal de Retz, Giacomo Casanova o Chateaubriand, cuando no François Mauriac o el catalán Josep Pla. Podría mencionar a algunos de los autores secretos de la literatura en lengua francesa que conocí a través suyo como Paul-Jean Toulet, Valery Larbaud, Joë Bousquet o el martiniqués Édouard Glissant, entre otros muchos, pues tenía con Francia y la literatura francófona, tanto ultramarina como norafricana, una especial y profunda amistad. No es casualidad que de niño sus primeras lecturas en Bruselas fueran en francés, lengua que hablaban muy bien su padre diplomático y su madre viajera. Mutis era antes que todo un lector, y su personaje Maqroll el Gaviero lo era incluso más. Cuando deambulaba por ríos, montañas o ciudades cargaba con las Memorias del cardenal de Retz, las Cartas del príncipe de Ligne o la biografía de San Francisco del danés Jörgersen.

Mutis debe mucho al exilio posterior en la tierra caliente, a los ríos y puertos, cuando tuvo que retornar ya huérfano a su nativa América Latina, a los transatlánticos de entreguerras, a la soledad del niño que viaja con adultos de un continente a otro. Su extraña vertiente literaria, un objeto no identificable dentro de la poesía y la prosa latinoamericanas de los últimos cien años, debe mucho al ocio en aquellos paquebotes. Como su gran amigo, el cosmopolita Alejandro Rossi, Mutis viajó de niño en los barcos Virgilio y Horacio, “que terminaron trágicamente, uno en un incendio y el otro en la guerra”. De los transatlánticos de la North Deutschland Bremen, de la Compañía Italiana de Navegación y de la Hamburg America Line viene ese vaivén permanente, ese no situarse en ninguna parte y solo hallar refugio en el camarote imaginario de sus libros. ~



POSDATA III

ALVARO MUTIS MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

Nunca pensamos que Mutis se iría tan rápido cuando varios amigos coincidimos en Bogotá el domingo 25 de agosto de 2013 convocados por la Universidad Nacional y la Biblioteca Nacional para celebrar su obra y su longevidad. Un aire de presagio tormentoso cundía en la capital y el homenaje por sus 90 años se dio en un contexto muy especial, porque hubo disturbios por el paro nacional agrario y todo el país estaba agitado, en especial la capital, Bogotá, a donde llegaban por esos días los manifestantes campesinos enardecidos como en los viejos tiempos de la Colombia insurrecta.

La última sesión, la más festiva y multitudinaria, que cerraba el encuentro en la Biblioteca Nacional, tuvo que ser cancelada, así como la inauguración de la semana colombo-mexicana del Fondo de Cultura Económica en el Centro Cultural García Márquez, a la que habían sido convocados decenas de escritores mexicanos, mientras en el centro se oían los disparos de gases lacrimógenos, el tropel incesante y el sonido de los vidrios rotos por el paso de los manifestantes más radicales. Varios municipios cercanos a la capital quedaron bajo toque de queda y la ciudad fue militarizada. Algo así no ocurría desde 1977.

Esa tarde final estarían presentes algunos escritores y amigos colombianos del poeta y sus lecturas de textos serían transmitidas a todas las bibliotecas públicas del país. Los viejos fantasmas que dejó Mutis cuando se fue de ahí para siempre, en 1956, hace casi seis décadas, estaban desatados. Y ese ambiente de caos y desastre nacional se sentía en esos momentos como un significativo presagio. Con Adolfo Castañón, William Ospina, Fernando Herrera, Consuelo Gaitán, Pedro Serrano, Fabio Jurado, Piedad Bonnet, José Ramón Ripoll, Fernando Quiróz y Santiago Mutis, hijo mayor del poeta, y otros amigos, sentimos durante esos días una profunda hermandad generacional. Nunca pensamos que Mutis se iría tan pronto, menos de un mes después del homenaje, el domingo 23 de septiembre en la tarde. Pensamos que era un "roble" que podía estar con nosotros unos años más.

Su obra no es de entretenimiento sino de revelación y guía para enfrentar el desastre. Castañón y Serrano vinieron de México, Ripoll de Cádiz. Y en el primer panel destacaron al amigo Mutis. Ese hombre para quien la amistad es una forma de guardar para siempre el niño que llevamos dentro. Cada uno contó esos instantes del encuentro y el camino vivido con él, como un amigo mayor cuyo afecto y complicidad literarias nos hizo a todos mejores. En las espléndidas palabras de Castañón al presentar la edición especial de la Reseña de los hospitales de ultramar, escrita a los 25 años, destacó que ya todo estaba dicho allí. En esos primeros poemas ya había marcado sus pautas y las líneas de su vasta obra.

Mutis escribió por necesidad. Dijo lo que tenía que decir y se silenció en la última década. Hubiera podido seguir con la saga de Maqroll el Gaviero, crear una exitosa serie, pero no era el caso. Ese gran tratado de preparación a la muerte fue su obra compacta con vasos comunicantes entre la poesía y la prosa. Su hijo Santiago, que es un poeta y un sabio, destacó que Mutis había tenido una bella amistad con la parca. A lo largo de su vida habló con ella y la hizo su amiga. La muerte, la naturaleza y el deseo son los centros primordiales de su poesía y su narrativa, los tres ejes fundamentales de su poética.

Estar ahí esos días como un grupo de hermanos en la cofradía mutisiana, fue una experiencia que cobra ahora mucho más relieve con la partida de ese clásico. Todos los días hacia la noche nos reuníamos mientras cundía la incertidumbre del país por el paro y las manifestaciones. Y en las noches al calor del vino vivíamos una especie de febrilidad mutua que presagiaba en nosotros todos, sin saberlo, el pronto fin de El Gaviero. Como dijo Santiago Mutis, fue increíble que el homenaje ocurriera "segundos antes" de su viaje final.

Y cobra mayor fuerza porque caminamos por las calles que transitó de joven y donde se formó como poeta al lado de maestros como Luis Cardoza y Aragón y Eduardo Carranza y en las tertulias de los cafés bohemios de entonces. Mutis se formó como poeta en las calles y los cafés céntricos de la ciudad antes de la tragedia del 9 de abril de 1948. Caminando por esas calles hoy decrépitas, uno podría imaginar al joven Mutis conversando con los poetas de su generación. Por ahí cerca estudiaba el bachillerato, que abandonó por el billar y la poesía. Por allí celebró el homenaje al gastrónomo francés Brillat Savarin y vivió la aventura de la amistad. Esa vida bohemia bogotana terminó para él pronto, pues tuvo que irse del país para México, donde vivió 60 años de sus nueve décadas de vida, pero esa ya es otra larga historia. Por fortuna tuvo que irse del país, porque esa vida bohemia de Bogotá se devoró a varias generaciones de poetas y escritores.

Mutis pasó la infancia en Bruselas y cada año viajaba en transatlánticos a la tierra caliente. Salía de Hamburgo o Le Havre en esos enormes barcos de entreguerras con su padre Santiago, que era diplomático en Bruselas y su madre Carolina Jaramillo, y cruzaban el Atlántico hasta el Canal de Panamá. De un lado estaba ese viejo mundo europeo con sus catedrales góticas, castillos reales, viejas ruinas romanas y medievales, avenidas y urbes magníficas que siempre constituyeron sus fantasmas infantiles de húsares y monarcas y al otro lado tierra caliente con la enfermedad, el sopor, los mosquitos, y la muerte.

En muchos de los poemas habla de los cafetales, del río, de los aguaceros. Y mucho después en su obra narrativa, en La mansión de Araucaíma, La nieve del Almirante, Un bel morir y Amirbar vuelve siempre a esos lugares, los recorre, los aborda desde todas las aristas posibles. Primero la certeza de que no somos nada frente a esa naturaleza y que como los animales muertos que lleva La creciente seremos devorados por ella y que el destino "inapelable" es la muerte.

Maqroll el Gaviero es el viajero, el judío errante, que viaja y emprende las más inverosímiles aventuras sin la más mínima esperanza de éxito. Inicia empresas y actividades muchas veces ligadas a la ilegalidad, porque no hay de otra. Comercia con los hombres aunque no cree en la humanidad y es escéptico sobre sus designios, pero no juzga al hombre y sus crímenes y traiciones. Maqroll deambula en esa naturaleza feraz, recorre ríos en planchones, llega a puertos infelices y sórdidos, sube por las montañas y se protege de la lluvia bajo los platanales, se encuentra en esos parajes con el ejército o los guerrilleros o los traficantes y al final siempre se salva para contar esas aventuras.

Además de la muerte y la violencia, es el deseo la arteria y sistema sanguíneo de su obra. Las mujeres, sus cuerpos, belleza, sabiduría, complicidad y talento están siempre presentes en figuras como Amparo María, Flor Estévez, Ilona y Doña Empera, las hermanas Vacaresco. Todos esos personajes femeninos son fundamentales y el deseo que corroe a Maqroll, esa sensación "de mariposas desbocadas en el esófago" que es según él el amor, está descrita con maestría. Las escenas de amor, la descripción de los cuerpos, la sensación posterior al coito, recorren los caminos de su poesía y su prosa. Y ese deseo, el sexo, están ligados a la enfermedad y la muerte, la presagian. La muerte que al fin llego por él para llevarlo al viaje permanente del olvido hacia el que todos vamos.



vendredi 16 août 2013

CONVERSACIONES CON LORD BYRON


Por Eduardo García Aguilar
No estamos lejos de la era romántica, pese a que han pasado dos siglos. En estos días, en el antiquísimo Pasaje Vivienne, frente a la vieja Biblioteca Nacional y en el mismo lugar donde vivió Bolívar entre 1804 y 1806, un librero de cabello cano despeinado, especializado en mapas antiguos, ofrecía a precios irrisorios libros recién rescatados de los sótanos o las buhardillas de su tienda, mientras se realizaban trabajos en su negocio.
Ofrecía para desembarazarse y abrir espacio ediciones de los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX a sólo dos euros cada una a los curiosos que cruzamos por ahí hacia las librerías de viejo más antiguas de la ciudad sobrevivientes en manos de sus lejanos herederos.
Entre los volúmenes encontré una bella edición ilustrada de Hojas de Hierba de Walt Withman con prólogo de Carl Sandburg y, para mi sorpresa, un pequeño volumen doble encuadernado de 1827 que incluye las Conversaciones de Lord Byron (1788-1924) con el capitán Thomas Medwin y parte de su correspondencia.
El volumen pertenece a las obras completas publicadas por Ladvocat y Delangle Hermanos, en la traducción en boga de Amédée Pichot, quien contribuyó con esmero a la difusión del romántico inglés en Europa, donde la lengua francesa era la predominante.
Adherida al libro hay una hoja escrita con aplicada letra caligráfica en pluma de ganso que dice « Byron Conversaciones 2 » y de repente me doy cuenta que en volúmenes idénticos, hermanos de esa edición canónica, los románticos franceses y europeos leyeron al mítico Lord. O sea que el libro que tengo en mis manos es uno de los que circularon en esa época y leyeron Nerval o Victor Hugo y ahora lo puedo llevar a casa por dos euros.
El hombre me dice que puedo llevarme 7 libros por diez euros si quiero, pero no tengo tiempo en medio de la helada que cubre a la ciudad este febrero, para sentarme a revisar el túmulo de libros que yace en el suelo de la galería cartográfica. Me contento pues por ahora con llevarme el volumen de Withman, la edición de Byron y, al azar, una edición hecha en Brujas de La conquista de Contantinopla, escrita por un cruzado del siglo XII.
Muchas de las obras de los poetas románticos son hoy difícilmente accesibles a nuestro gusto e incluso la misma obra de Byron, Childe Harold o Don Juan, ha tomado ciertos golpes del tiempo, pero las Conversaciones con Medwin es un libro sincero que nos entrega una imagen real del héroe muerto en Missolonghi, Grecia.
Como en el caso del famoso libro de Peru Lacroix sobre Bolívar, donde vemos a la leyenda en su vida cotidiana en Bucaramanga, con Medwin accedemos a un Byron de carne y hueso, descrito con lujo de detalles cuando disfrutaba de uno de esos momentos de errancia por Italia, en su aspecto físico, agradable trato, extremada inteligencia, memoria excepcional, rencores y fragilidad sentimental.
Como tantos aristócratas románticos de la época se desplazaba por el continente con una caravana de carrozas cargadas con su biblioteca, muebles, objetos personales y cuando se detenía en algún lugar lo vemos en su cotidianidad atormentada, atraído por alguna bella, quejándose de la incomprensión de los suyos o doliéndose del fracaso de su vida matrimonial, sus líos financieros y la ausencia de su hija.
Se trata, como casi todos los románticos, de seres rebeldes, maniaco-depresivos y megalómanos, imbuidos como era de rigor por la búsqueda de la gloria y la necesidad de hacer proezas militares y literarias capaces de subirlos al trono de mármol de la posteridad.
Su vida de famoso transcurre de ciudad en ciudad y de país en país abierta a las costumbres y bellezas paisajísticas y arquitectónicas que pueden ser observadas con tiempo a diferencia de los impertinentes turistas que ya existían entonces y viajaban coleccionando instantes sin tener tiempo para digerirlos.
Byron, Keats, Coleridge, Shelley, Nerval, Hugo, Novalis, Goethe, Holderlin, Von Kleist. La mayoría son letrados ricos de las tierras frías que bajan hacia los climas más benévolos del Mediterráneo en busca de ruinas romanas, vestigios renacentistas, sensualidad latina y el espiritu jugetón y hedonista de las poblaciones marcadas por el sol.
En cada lugar encuentran interlocutores ilustrados y ricos con quienes realizan veladas inolvidables, en medio de las delicias culinarias y la degustación de vinos regionales, al calor de los cuales discuten sobre los rumbos políticos del continente y del mundo y hablan de las obras literarias del pasado y las intrigas de la literatura actual. Todos ellos son hipersensibles, se involucran en batallas perdidas y mueren en el campo de batalla como él, en duelos, o ahorcados como Nerval.
Es difícil definir a ese movimiento que nace, muere y renace al vaivén de las generaciones. Robert Kanters dice que «parecido en toda Europa y sin embargo proteiforme, el romanticismo desanima la definición porque hay en él una mezcla de actitud literaria y espiritual». Es « la reacción y la revancha de la totalidad del hombre contra la tiranía de uno de sus componentes », o sea que sería la venganza del sentimiento frente al auge de la racionalidad o de la máquina. En ese sentido el movimiento pop de los 60, el rock, el arte moderno y mayo de 1968, serían un avatar moderno del romanticismo.
De todos los temas discute Byron con su amigo el capitán y a través de esta versión deliciosa, carente de énfasis o adornos inútiles, tenemos la impresión de estar muy cerca de él y sentir que en estos tiempos de protestas pacíficas mundiales contra los poderes globalizados se está alzando una nueva era romántica contra el poder del dinero, la técnica y las armas.

jeudi 15 août 2013

EDUARDO CARRANZA O EL SÚBITO GALOPE DE LOS ALAZANES FUNERARIOS

Por Eduardo García Aguilar*


Los amigos de periodizaciones históricas encontrarían gran dificultad para situar a Eduardo Carranza en el panorama de las letras colombianas y latinoamericanas. Si fuera exacta la idea de que un movimiento sigue a otro por obra y gracia de un proceso evolucionista, la poesía, que es tal vez la forma más profunda y luminosa del conocimiento humano, perdería el carácter intemporal que hace de ella un relámpago sobre los siglos. En un Olimpo secreto y deliciosamente anacrónico, se reúnen los poetas y no encuentran dificultad para entenderse, por una razón muy simple : conocen la esencia de las cosas, o al menos perciben la imposibilidad de conocerla. Siempre, a través de los siglos, por encima de las guerras y de las catástrofes, el género humano producirá esos extraños seres que buscan detener lo imposible con palabras. El día en que en este mundo ya no haya luz y todo semeje una enorme caverna, habrá un solitario que cantará a los musgos, a la humanidad, a la tiniebla. Y ese canto, aunque es único, tiene la misma fuerza e idéntica liviandad en los tiempos de Propercio, de Joachim du Bellay o del poeta futuro.
Eduardo Carranza, que nació en 1913 en los extensos llanos orientales de Colombia, habría tenido que cantar a los aviones o a las bombas atómicas, si fuera cierto que las minucias del tiempo debieran reflejarse en el poema. Tal poesía cataloga objetos que se acaban y desedeña al hombre, sin saber que las ideas pasan y los hombres quedan, con sus paisajes y nostalgias, sus desdichas y triunfos. La voz de un poeta, aún la de aquellos desconocidos y secretos, es siempre una ventana que se abre a ciudades lejanas cuyas cúpulas tienen un brillo proporcional a la entrega de quien la pronuncia. En un poema de Carranza, dedicado a un gran poeta místico de Colombia que murió loco y siempre viajó a contracorriente, « Cantata en honor de Antonio Llanos », el poeta nos dice :

El día como un rojo gavilán
Volaba entre palmeras y cruzaba
Una venada blanca con su cinta
Azul. La juventud con una brasa
O un lucero en la mano atravesaba
Entre doncellas como una floresta
O una isla de árboles frutales.
«Lo que una vez ha sido será siempre ! »
Somos memoria solamente, tiempo
Con pisadas de música, de lluvia,
Como en tu poesía, maestro mío.
A veces a las playas del insomnio,
Vuelvo a encontrar los ángeles de entonces,
Las voces por los tiempos sepultadas
Los besos por el tiempo apenumbrados,
Los pasos que llevan al amor
Cubiertos de silencio y de nostalgia.
Y oigo latir el corazón del tiempo
Y el rumor submarino del pasado.
Oigo los sueños que suspiran y oigo
La luna andando, entre palmeras, sola.


Carranza publicó en 1936 « Canciones para iniciar una fiesta », convirtiéndose en el portaestandarte del « piedracielismo », movimiento poético que se reclamaba del mundo de Juan Ramón Jiménez. Era entonces un muchacho de 23 o 24 años. En ediciones delgadas, fakirescas, los piedracielistas Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper provocaron un escándalo en Colombia, no porque se dedicaran a asustar señoras sino porque retornaban a la voz de Garcilaso, buscaban en un mundo ideal los ritmos de una poesía que la ciencia, el progreso y la academia habían convertido en un horroroso lánguido camello de papier maché para opereta. Carranza y los piedracielistas hicieron una pequeña revolución en Bogotá al desnudarse lentamente y caminar flotando por la altiva floresta de nísperos y guamos. Un señor, muy piernijunto él, don Juan Lozano y Lozano, llegó a decir de ese movimiento que « en todo aquel galimatías de confusión palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. Para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en el horizonte de la nacionalidad ».
Esa patria, esa nacionalidad, es para Carranza a veces « un deseo de llorar y a veces un deseo de cantar ». En las primeras obras del poeta los poemas no pesan y pareciera que se vuelan de la página para dejarla en blanco. Su mundo son olores, perfumes, aromas, sueños, jardines. Por lo que espíritus pesados que llevan siempre un ancla herrumbrosa como corazón , no podían ni podrán comprender esta poesía hedónica.
En los poemas de « El olvidado » (1948-1954), por ejemplo, dice « La primavera con sus largas piernas, / huía riendo como una muchacha » o « la llama blanca de un jazmín ardía » o « crecen, a veces, cuando estás dormida/ a través de tus sueños los jardines » o « El silencio dobla la esquina de tu calle » o « Una barca desciende, paralela,/ llena de flores, rumbo a la mañana » o « Se abren las puertas de la lluvia,/ y en algo entramos tan hermoso/ como una casa de aire y flores ».
Estos versos sacudieron la poesía de ese país sudamericano. Hasta ellos y poco antes de aparecer el recatado y maravilloso Aurelio Arturo, autor de Morada al sur, la poesía era una inmensa réplica de basílicas de cartón sobre las que cada día los cultores seudo grecolatinos del país, como Guillermo Valencia y otros menores discípulos suyos, colocaban con énfasis cada vez más asfixiante estatuas de cemento, cruces de acero, madonas de plástico, camellos de elásticas cervices, hermafroditas dormidos. Los poetas de entonces, con la excepción de Silva, el extraterrestre, terminaban por tradición de politiqueros en el « honorable » Senado de la República. La poesía era para ellos una variante del discurso, una forma menor de la arenga. Enfundados en sus lustrosas levitas, con sus sombreros chaplinescos y sus cuellos almidonados, los que tuvieron la desgracia de vivir en esos años, se alumbraban con cirios para escribir poemas sobre ataúdes de cedro. Como una corbata de plomo, el incienso se colgó de los versos para ahogarlos. Los de la Gruta Simbólica, todos ellos malditos, surgieron a finales del XIX para convertirse en la otra cara, mucho más lúgubre aún, de ese ejercicio que los piedracielistas vinieron a airear. En el desván de la poesía colombiana encontraron los fémures tallados y las pelvis con telarañas de Julio Flórez. Después de limpiar, quedaron flores, jardines, muchachas, cabelleras al aire, jugadoras semidesnudas de tenis, observadas con deseo, y eso era, de verdad, un peligro mortal para la patria, según don Juan Lozano y Lozano.

Escuchemos « Cantando en la lejanía » :


Crecen las flores hacia tus pestañas.
Te rodea la música lo mismo
Que a las islas el canto de la espuma,
Tu frente pura se deshoja en nubes
De silencio, de gracia, de nostalgia.
Como esa estela de flotantes nubes
Que sigue el curso de los grandes ríos,
Alta, celeste, vas sobre mi sangre.
Y en sus márgenes eres como una
Blanca floresta de alas y de sueños.
La mañana se acerca de puntillas
Como una doncella de rocío
En tu ventana y en tu voz aprende.
La tarde apoya su dorada frente
En tus cristales. Tu piensas la tarde.
Los ríos llevan hacia el mar su imagen
Que ha de brillar en los futuros nácares.
Qué invisible Pompeya de ademanes
Y de imágenes tuyas en el aire :
Por ella va mi alma, ojos absortos !



Antes de que las sombras del fin vinieran a perturbarlo para producir la eterna Epístola mortal, Carranza siguió cultivando con rebeldía una llama de alegría y de conciliación con la naturaleza como en « Se Canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha » o los sonetos de « Azul de ti », cuyos solos nombres indican su materia : « Alazul », « Muchacha como isla », « Soneto atravesado por un río », « María con un jazmín de lágrimas », « Espacio de mi voz », « Soneto asomado a la ventana » o « El poeta se despide de las muchachas ».
El poeta todavía está en el medio del camino de la vida y nada lo turba como una piel o unas manos, un aliento o una cabellera, una seda, un seno, unos ojos, un perfume. Este conjunto de textos gratos, que parecieron contradecir el sino trágico del desdichado, están, sin embargo, cruzados por un río siniestro. Detrás de lo más bello y puro, junto a las azules ventanas de un mundo imaginario, los demonios acechan y se ríen. En la blancura angelical de los sonetos, ciertas caries fatídicas son apenas cubiertas por el marfil de una felicidad que siempre trae su carga de desgracia. En estos versos de Carranza, el lúcido lector descubre tras el paraíso, los túneles, las cavernas, el ruido incontenible del detritus, el galope súbito de ciertos alazanes funerarios. Tanta belleza semeja el rostro florecido de una doncella muerta.


En « Los pasos cantados », dice :


… Bueno es a veces detenerse un poco
en medio del camino de la vida,
y mirar, a lo lejos, como absortos.
Vamos desde el recuerdo a la esperanza
Por el puente instantáneo del presente ;
Del ayer al mañana caminamos,
Unidos por el aire y por las flores.
Vamos pisando como un tenue prado
Ese niño que fuimos, caminamos
Pisando como un suelo de jardín
Enardecido, ese adolescente
Con su traje sonámbulo de besos
que también fuimos cuando Dios quería.
Como tierra mezclada con el cielo
Vamos pisando al joven de los sueños,
De los sueños,
De los sueños, de los sueños, de los sueños…


De ahí para adelante Carranza tratará de rescatar al niño ; y toda su poesía, que se carga de soledades, extranjeros y violetas, cantará la nostalgia de su mundo. Mientras la terrible antropolatría atea, con su carroza de ciencias y de técnicas, trataba encontrar razones para la sinrazón, Carranza seguía cabalgando en un corcel de niño. No estaba equivocado. El poeta, el verdadero instrumento de la palabra, es un niño eterno que ve morir su cuerpo, y celebra como un emperador el incendio de la propia ciudad de sus ensueños. La poesía es la perversa voz de los niños, una voz hermosísima y terrible. Es el ángel de Rilke que dicta tras la puerta. La gran tragedia de Carranza y de todos los seres humanos, es tener conciencia de haber sido infantes. La nostalgia de su voz, el recuerdo punzante de su contacto con la tierra y con el bosque, la memoria de un nido de pájaros destruido al azar, el sueño de una carretera polvorienta, son sólo algunas de las punzadas que nos hieren día a día. La juventud, que debería ser dicha, carga la sombra inatajable de su fin y una lágrima del tamaño del mundo nos inunda y ahoga. En el poema « El nino del retrato », dice el poeta :


Entre cuantos he sido me perturba,
Más que ninguno otro aquel
De la barca : vestido marinero
La frente que ya todo lo soñaba
Y ojos desamparados.
Y a veces me desvelo imaginando
Como tocar podré esa mano mía ,
Como podré volver a esa mirada
Donde volaban visionarios ángeles
Hacia mi ahora :
Donde los días caminan en silencio
Hacia el secreto adolescente triste
Y el joven victorioso en su relámpago
Y el que su vida atravesó, jinete
En rojo potro.
Me hago el dormido a veces esperando
Despertar a ese niño del retrato
Que duerme por los siglos de los siglos
-y en el fondo del tiempo y de mi vida –
y que ya te miraba.


Después, en Epístola mortal, que es uno de los poemas más logrados de su obra, Carranza se rebela contra la muerte. El gran poeta Propercio, furioso hace dos milenios porque Cinthya lo engañaba y se negaba a ser suya, desdeñando su amor, la poseyó para siempre en la eternidad del poema. Usando el poder que le confiere este arte maravilloso, la hace prisionera suya para siempre. De igual forma Carranza conjuró su fin en esta Epístola, que comienza diciendo :


Miro un retrato : todos están muertos;
Poetas que adoró mi adolescencia
Ojeo un álbum familiar y pasan
Trajes y sombras y perfumes muertos.
(Desangrados de azul yacen mis sueños)


Carranza pasa revista a su vida e invoca a los amigos, a las novias, a los paisajes, para decirnos que « somos antepasados de otros muertos » y que sólo esperamos « el tiro de gracia ». Esa verdad terrible aparece en todo su esplendor, y Carranza no tiene compasión para hacer sonar las trompetas del juicio. Este largo poema es totalmente disitinto del tono de su obra. Parece un dictado texto de la noche. El fruto de una ebriedad sobrenatural, la prueba de que el poeta es un elegido, un ser dotado de ciertos sentidos secretos. Si la poesía es una terrible enfermedad, Epistola mortal es el síntoma más notorio de que el virus glorioso ya domina su genio. Es la hora del llamado y el poeta que ya habló con los abismos cóncavos nos dice la verdad. Cada uno de los versos de este poema está dotado de una fuerza devastadora y quien lo lee no puede evitar estremecerse. La vista del funesto alegórico pudo haberlo acodado a esa revelación :


Las niñas de Primera comunión
De cuyas manos vuela una paloma,
Las blancas novias que arden en su hoguera,
Días y bailes, reyes destinados
Y coronas caídas en el polvo,
La manzana y el cámbulo, el turpial,
El tigre, la venada, los pescados,
El rocío, mi sombra, estas palabras :
Todo muriò mañana ! Ya está muerto.
El polvo es nuestra cara verdadera



Eso nos indica que Eduardo Carranza si está vivo y anda hoy entre nosotros.

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* Ensayo publicado en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica en México D. F., en 1984, con motivo de la publicación de su obra en esa casa editora.